Page 71 - La sangre manda
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Submarino echaba por tierra esa posibilidad. Imaginando a Kenny Yanko en

               su armario, con el pantalón en torno a los tobillos y una cuerda alrededor del
               cuello, con el rostro cada vez más amoratado mientras practicaba el consabido
               estrangu-meneo, en realidad sentía lástima por él. Vaya una manera absurda e
               indigna  de  morir.  «Como  resultado  de  un  trágico  accidente»,  decía  la

               necrológica del Sun, y esa información era más precisa de lo que ninguno de
               nosotros, los demás chicos, podíamos haber sabido.
                    Por otro lado, sin embargo, estaba el comentario del padre de Submarino
               sobre el pelo de Kenny. Yo no podía evitar preguntarme a qué se debía eso.

               Qué podía haber visto Kenny en ese armario, a su lado, mientras, sumiéndose
               en la inconsciencia, se la pelaba con toda su alma.
                    Finalmente acudí a mi mejor asesor, internet. Allí encontré divergencia de
               opiniones. Unos científicos afirmaban que no existía prueba alguna de que el

               cabello de una persona pudiera emblanquecerse a causa de un shock; otros
               sostenían  que  sí,  que  ciertamente  podía  ocurrir.  Que  los  melanocitos  que
               determinan el color del cabello podían morir como consecuencia de un shock.
               En un artículo que leí se decía que, de hecho, les ocurrió a Tomás Moro y

               María  Antonieta  antes  de  ser  ejecutados.  Otro  artículo  lo  ponía  en  tela  de
               juicio, aseguraba que era solo una leyenda. Al final, aquello era como una
               frase que decía a veces el señor Harrigan sobre la compra de acciones: pagas
               tu dinero y asumes el riesgo.

                    Poco a poco, estas dudas y preocupaciones se disiparon, pero mentiría si
               dijera que Kenny Yanko desapareció por completo de mi cabeza, entonces o
               ahora.  Kenny  Yanko,  en  su  armario  con  una  cuerda  alrededor  del  cuello.
               Quizá no perdió el conocimiento antes de poder aflojar el nudo. Quizá Kenny

               Yanko —solo quizá— vio algo que lo asustó de tal modo que se desmayó.
               Que realmente murió de miedo. A la luz del día, resultaba bastante absurdo.
               Por  la  noche,  sobre  todo  si  el  viento  soplaba  con  fuerza  y  producía  leves
               gemidos en torno a los aleros, no tanto.





               Ante  la  casa  del  señor  Harrigan  apareció  el  cartel  de  EN  VENTA  de  una
               agencia inmobiliaria de Portland, y fueron a verla unas cuantas personas. La

               mayoría eran de esos que llegaban en avión de Boston o Nueva York (algunos
               en  vuelos  chárter,  probablemente).  De  esos  que,  como  los  hombres  de
               negocios que asistieron al funeral del señor Harrigan, no escatimaban en el
               alquiler de coches caros. Dos de ellos fueron el primer matrimonio gay que

               vi;  jóvenes  pero  a  todas  luces  acaudalados  y  a  todas  luces  enamorados.




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