Page 70 - La sangre manda
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—Claro. —El cuerpo de policía de Gates Falls se componía de alrededor

               de veinte agentes de uniforme, el jefe de policía y un inspector, el padre de
               Mike, George Ueberroth.
                    —Te contaré lo de Yanko si me das un sorbo de tu Coca-Cola.
                    —Vale, pero no escupas dentro.

                    —¿Me tomas por un animal? Trae aquí, jodido mequetrefe.
                    —Pse, pse —contesté, a lo Peter Lorre.
                    Él dejó escapar una risita, cogió la lata, apuró la mitad y eructó. En el
               pasillo, a cierta distancia, su novia se metió el dedo en la boca e hizo ver que

               vomitaba. El amor en el instituto es muy sofisticado.
                    —Mi padre se ocupó de la investigación —dijo Submarino al tiempo que
               me devolvía la lata— y, un par de días después de la muerte de Yanko, lo oí
               hablar con el sargento Polk, que acababa de llegar de «la casa». Así es como

               llaman a la comisaría. Estaban en el porche tomando cerveza, y el sargento
               comentó algo de que Yanko había practicado el estrangu-meneo. Mi padre se
               rio y dijo que él había oído llamar a esa técnica «corbata de Beverly Hills». El
               sargento añadió que probablemente era la única manera en que el pobre chico

               conseguía correrse, con esa cara de pizza que tenía. Mi padre coincidió con él,
               triste pero cierto. Luego añadió que lo que le preocupaba era el pelo. Dijo que
               al forense también le preocupaba.
                    —¿Qué pasaba con el pelo? —pregunté—. ¿Y qué es eso de la corbata de

               Beverly Hills?
                    —Lo  consulté  en  mi  teléfono.  Es  como  se  llama  en  argot  a  la  asfixia
               autoerótica. —Pronunció esas palabras con cuidado. Con orgullo, casi—. Te
               cuelgas del cuello y te la pelas mientras estás perdiendo el conocimiento. —

               Vio mi expresión y se encogió de hombros—. Yo no hago las noticias, doctor
               Einstein, solo las repito. Debe de ser un subidón, pero creo que paso.
                    Yo también pasaba, pensé.
                    —¿Y lo del pelo?

                    —Le pregunté a mi padre por eso. No quería contármelo, pero como yo
               había oído todo lo demás, al final cedió. Dijo que la mitad del pelo se le había
               vuelto blanco.





               Pensé mucho en eso. Por un lado, si alguna vez había concebido la idea de
               que el señor Harrigan saliese de la tumba para vengarse en mi nombre (y a
               veces por la noche, cuando no podía conciliar el sueño, la idea, por ridícula

               que  pareciera,  penetraba  subrepticiamente  en  mi  cabeza),  la  revelación  de




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