Page 72 - La sangre manda
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Llegaron en un llamativo BMW i8, fueron de acá para allá cogidos de la
mano, y se deshicieron en exclamaciones como «Uau» e «Increíble» por todo
el jardín. Después se marcharon y no volvieron.
Vi a muchos de esos posibles compradores porque el administrador de la
herencia (el señor Rafferty, por supuesto) había conservado en sus puestos a
la señora Grogan y a Pete Bostwick, y Pete me contrató para ayudarlo en el
jardín. Sabía que se me daban bien las plantas y que estaba dispuesto a
trabajar de firme. Ganaba doce pavos la hora, diez horas semanales, y con el
sustancioso fideicomiso fuera de mi alcance hasta que fuera a la universidad,
ese dinero me venía muy bien.
Pete llamaba a los posibles compradores «ricachos». Al igual que la
pareja casada del BMW, exclamaban «Uau» pero no compraban. Teniendo en
cuenta que la casa estaba en una calle sin asfaltar y que las vistas eran solo
buenas, no espectaculares (sin lagos, montañas ni costa rocosa con faro), no
me sorprendió. Tampoco a Pete o a la señora Grogan. Apodaron a la casa
Mansión Elefante Blanco.
A principios del invierno de 2011, destiné parte de los ingresos que había
obtenido con el trabajo de jardinería a renovar mi teléfono de primera
generación, que sustituí por un iPhone 4. Transferí mis contactos esa misma
noche y, mientras deslizaba la pantalla, me encontré el número del señor
Harrigan. Casi sin pensar, lo pulsé. Llamando al señor Harrigan, leí en la
pantalla. Me acerqué el teléfono al oído con una mezcla de temor y
curiosidad.
No hubo mensaje saliente del señor Harrigan. No hubo voz robótica que
anunciara que el número al que había llamado estaba fuera de servicio, y
tampoco hubo timbre. No hubo nada excepto un silencio uniforme. Podía
decirse que lo único que se oyó en mi nuevo teléfono fue, je je, un silencio
sepulcral.
Fue un alivio.
En segundo, elegí biología, y allí estaba la señorita Hargensen, tan guapa
como siempre, aunque ya no era mi amor. Había desplazado mis afectos a una
joven más accesible (y acorde con mi edad). Wendy Gerard era una rubia
menuda de Motton que acababa de deshacerse de la ortodoncia. Pronto
empezamos a estudiar juntos, a ir al cine juntos (cuando mi padre, su madre o
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