Page 74 - La sangre manda
P. 74

Ese año, por Navidad, mi padre me regaló un portátil, y empecé a escribir

               cuentos. Estaban bien línea a línea, pero las líneas de un cuento tienen que
               acabar formando un todo, y en las mías eso no pasaba. Al año siguiente, el
               jefe del departamento de Literatura me eligió como director del periódico del
               instituto,  y  me  entró  el  gusanillo  del  periodismo,  que  ya  nunca  me  ha

               abandonado. Dudo que me abandone. Creo que cuando uno encuentra el lugar
               que le corresponde, oye un clic, no en la cabeza sino en el alma. Puede hacer
               oídos sordos, pero ¿qué necesidad hay de eso?
                    Empecé a dar el estirón, y en tercero, después de mostrar a Wendy que sí,

               que tenía protección (de hecho, fue Submarino quien compró los condones),
               dejamos atrás la virginidad. Fui el tercero de mi promoción (éramos solo 142,
               pero  no  estuvo  nada  mal),  y  mi  padre  me  compró  un  Toyota  Corolla  (de
               segunda mano, pero no estuvo nada mal). Me aceptaron en Emerson, una de

               las  mejores  universidades  del  país  para  los  aspirantes  a  periodista,  y
               seguramente  me  habrían  concedido  una  beca  parcial,  pero  gracias  al  señor
               Harrigan no la necesitaba, suerte la mía.
                    Entre los catorce y los dieciocho años, había pasado por algunas de las

               típicas tormentas adolescentes, aunque en realidad no muchas; era como si en
               la pesadilla con Kenny Yanko se hubiese concentrado anticipadamente buena
               parte  de  la  angustia  de  la  adolescencia.  Además,  quería  a  mi  padre,  y
               estábamos los dos solos. Creo que eso cambia las cosas.

                    Para cuando empecé a estudiar en la universidad, ya rara vez pensaba en
               Kenny  Yanko.  Pero  aún  me  acordaba  del  señor  Harrigan.  No  era  raro,
               teniendo  en  cuenta  que  me  había  tendido  la  alfombra  roja  del  mundo
               académico. Sin embargo, algunos días me acordaba más que otros. Si uno de

               esos días me encontraba de visita en el pueblo, iba a poner flores en su tumba.
               Si no, Pete Bostwick o la señora Grogan las ponían por mí.
                    El  día  de  San  Valentín.  Acción  de  Gracias.  Navidad.  Y  por  mi
               cumpleaños.

                    Además,  esos  días  siempre  compraba  un  billete  de  un  dólar  de  rasca  y
               gana.  A  veces  me  tocaban  dos  pavos,  a  veces  cinco,  y  en  una  ocasión
               cincuenta, pero nunca me acerqué siquiera al premio gordo. Me daba igual. Si
               lo hubiera ganado, habría donado el dinero a alguna organización benéfica.

               Compraba  los  billetes  en  memoria  del  señor  Harrigan.  Gracias  a  él,  ya  era
               rico.











                                                       Página 74
   69   70   71   72   73   74   75   76   77   78   79