Page 79 - La sangre manda
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Probablemente  ni  siquiera  se  cargará,  me  dije.  Lleva  ahí  años

               acumulando polvo. Pero se cargó. Cuando fui a buscarlo esa noche, después
               de que mi padre se acostara, vi el icono de la batería con toda su carga en el
               ángulo superior derecho.
                    Dios mío, eso sí fue abrir el baúl de los recuerdos. Vi e-mails de hacía

               mucho tiempo, fotos de mi padre antes de peinar canas, un intercambio de
               mensajes entre Billy Bogan y yo. En realidad, no contenían nada nuevo de
               interés, solo comentarios jocosos e información esclarecedora como Acabo
               de tirarme un pedo y preguntas incisivas como ¿Has hecho los deberes de

               álgebra?  Éramos  como  dos  niños  conectados  mediante  un  par  de  latas  de
               conservas  Del  Monte  y  un  cordel  encerado.  Que  es  a  lo  que  se  reduce  la
               mayor parte de nuestras comunicaciones modernas, si uno se para a pensarlo:
               parlotear por parlotear.

                    Me llevé el teléfono a la cama, tal como hacía cuando aún no necesitaba
               afeitarme y cuando besar a Regina era el no va más. Solo que entonces la
               cama  que  en  otro  tiempo  me  había  parecido  grande  se  me  antojaba  casi
               demasiado  pequeña.  Miré  el  póster  colgado  en  la  pared  opuesta  de  la

               habitación; era de Katie Perry; lo colgué ahí en el tercer curso de instituto,
               cuando  la  veía  como  la  viva  imagen  de  la  diversión  sexy.  Ya  no  era  el
               renacuajo de entonces, pero seguía siendo el mismo. Eso tiene su gracia.
                    «Si los fantasmas existen —había dicho la señorita Hargensen—, seguro

               que no todos son santos».
                    Al pensar en eso, casi abandoné mi plan. A continuación, imaginando una
               vez  más  a  aquel  capullo  irresponsable  jugando  al  tenis  en  su  centro  de
               rehabilitación,  seguí  adelante  y  pulsé  el  número  del  señor  Harrigan.

               Tranquilo, me dije. No ocurrirá nada. No puede ocurrir nada. Es solo una
               manera de despejar el terreno mental para dejar la rabia y la pena atrás y
               pasar a lo siguiente.
                    Solo que parte de mí sabía que sí ocurriría algo, tanto era así que no me

               sorprendió oír el timbre en lugar de silencio. Ni su voz cascada hablándome al
               oído, procedente del teléfono que yo había metido en el bolsillo del muerto
               hacía casi siete años: «Ahora no atiendo el teléfono. Le devolveré la llamada
               si lo considero oportuno».

                    —Hola,  señor  Harrigan,  soy  Craig.  —Hablé  con  voz  asombrosamente
               serena,  si  tenemos  en  cuenta  que  me  dirigía  a  un  cadáver  y  que  tal  vez  el
               cadáver  me  estuviese  escuchando—.  Un  tal  Dean  Whitmore  mató  a  mi
               profesora preferida del instituto y a su marido. Ese hombre iba borracho y los







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