Page 78 - La sangre manda
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muestras  limpias  si  sabías  con  antelación  cuándo  iban  a  solicitarte  las

               pruebas. Y era muy probable que Whitmore lo supiera.
                    A  medida  que  avanzaba  aquel  caluroso  agosto,  a  veces  pensaba  en  un
               proverbio africano que había leído en una de mis clases: «Cuando muere un
               anciano, arde una biblioteca». Victoria y Ted no eran viejos, pero en cierto

               modo eso era aún peor, porque su potencial ya nunca se materializaría. Todos
               aquellos  jóvenes  presentes  en  el  funeral,  alumnos  actuales  y  graduados
               recientes como mis amigos y yo, inducían a pensar que algo había ardido y ya
               nunca podría reconstruirse.

                    Me  acordé  de  sus  dibujos  de  hojas  y  ramas  en  la  pizarra,  imágenes
               hermosas  hechas  a  mano  alzada.  Me  acordé  de  cuando  limpiábamos  el
               laboratorio de biología los viernes por la tarde y luego, por si acaso, la mitad
               del laboratorio dedicada a química, riéndonos los dos por el hedor, mientras

               ella se preguntaba si algún Doctor Jekyll estudiante de química se convertiría
               en Mister Hyde y causaría estragos en los pasillos. Me acordé de que me dijo
               «Lo entiendo» cuando le contesté que no quería volver a entrar en el gimnasio
               después  de  la  paliza  de  Kenny.  Me  acordé  de  todo  eso,  y  del  olor  de  su

               perfume, y luego pensé en el gilipollas que la había matado, que terminaría la
               rehabilitación y seguiría con su vida tan campante.
                    No, no bastaba.
                    Esa  tarde  fui  a  casa  y  revolví  en  los  cajones  de  la  cómoda  de  mi

               habitación, sin acabar de reconocer qué era lo que buscaba… ni por qué. Lo
               que buscaba no estaba allí, ante lo que sentí decepción y a la vez alivio. Ya
               me  disponía  a  irme,  pero  de  pronto  retrocedí  y,  de  puntillas,  examiné  el
               contenido del estante superior del armario, donde tendían a amontonarse los

               cachivaches. Encontré un viejo despertador, un iPod que se había averiado al
               caérseme  en  el  camino  de  acceso  a  casa  cuando  iba  en  monopatín  y  una
               maraña de auriculares de diadema y de botón. Había una caja de cromos de
               béisbol y una pila de cómics de Spiderman. Al fondo de todo descubrí una

               sudadera  de  los  Red  Sox  demasiado  pequeña  para  el  cuerpo  que  habitaba
               ahora. La levanté y allí, debajo, apareció el iPhone que me había regalado mi
               padre  una  Navidad.  Cuando  no  era  más  que  un  renacuajo.  El  cargador
               también estaba. Conecté el móvil antiguo, aún sin reconocer del todo qué me

               proponía, pero cuando ahora pienso en aquel día —de hace no muchos años
               —,  creo  que  la  fuerza  impulsora  fueron  unas  palabras  que  pronunció  la
               señorita  Hargensen  mientras  limpiábamos  los  fregaderos  del  laboratorio  de
               química:  «Una  persona  no  debe  emplazar  a  nadie  a  menos  que  quiera  una

               respuesta». Ese día yo quería una respuesta.




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