Page 81 - La sangre manda
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—Nada —contesté.





               Dean Whitmore murió durante su segundo día en el centro de rehabilitación
               de Raven Mountain, una clínica de desintoxicación situada en el norte de New

               Hampshire (disponía en efecto de pistas de tenis; también de pistas de tejo y
               piscina). Me enteré casi tan pronto como ocurrió, porque tenía activada una
               alerta en Google con su nombre tanto en mi portátil como en mi ordenador
               del Weekly Enterprise. No se mencionaba la causa de la muerte —poderoso

               caballero  es  don  dinero,  como  es  bien  sabido—,  así  que  decidí  visitar  la
               cercana localidad de Maidstone, en New Hampshire. Recurrí a mis dotes de
               periodista, hice unas cuantas preguntas y me desprendí de algo del dinero del
               señor Harrigan.

                    No  me  requirió  mucho  tiempo,  porque  en  cuestión  de  suicidios  el  de
               Whitmore se salía bastante de lo común. Igual que es poco común que uno se
               estrangule  mientras  se  la  pela,  podría  decirse.  En  Raven  Mountain,  a  los
               pacientes los llamaban «huéspedes» en lugar de drogotas o borrachos, y cada

               habitación tenía su propia ducha. Dean Whitmore se metió en la suya antes
               del desayuno y echó unos tragos de champú. No para suicidarse, por lo visto,
               sino  para  lubrificar  la  vía  de  acceso.  Luego  partió  en  dos  una  pastilla  de
               jabón, tiró al suelo una mitad y se encajó la otra en la garganta.

                    La mayor parte de esa información se la sonsaqué a uno de los terapeutas,
               cuyo trabajo en Raven Mountain consistía en apartar a los alcohólicos y a los
               drogadictos de sus malos hábitos. Ese individuo, de nombre Randy Squires,
               sentado en mi Toyota, bebía a morro de una botella de Wild Turkey adquirida

               con parte de los cincuenta dólares que le había dado (y ciertamente no se me
               escapó  la  ironía).  Pregunté  si  quizá  Whitmore  había  dejado  una  nota  de
               suicidio.
                    —Pues sí —respondió Squires—. Y tenía su lado enternecedor, de hecho.

               Era casi una plegaria. «Sigue dando todo el amor que te sea posible», decía.
                    Se  me  puso  la  carne  de  gallina  en  los  brazos,  pero  las  mangas  lo
               ocultaron, y logré esbozar una sonrisa. Podría haberle dicho que no era una
               plegaria, sino un verso de «Stand By Your Man», de Tammy Wynette. En

               todo caso, Squires no habría sabido de qué iba, y no había razón alguna para
               que yo se lo explicara. Era algo entre el señor Harrigan y yo.











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