Page 86 - La sangre manda
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Acto tres: ¡Gracias, Chuck!







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               El día en que Marty Anderson vio el cartel publicitario fue poco antes de que

               internet dejara de funcionar para siempre. Desde las primeras interrupciones
               breves,  hacía  ya  ocho  meses,  el  servicio  había  sido  oscilante.  Todos
               coincidían en que tenía los días contados, y todos coincidían en que ya se las

               arreglarían de una manera u otra cuando el mundo interconectado se quedara
               definitivamente a oscuras; al fin y al cabo, antes se las apañaban sin eso, ¿o
               no? Además, había otros problemas, como la extinción de especies de aves y
               peces, y ahora se sumaba a todo eso el asunto de California: se va, se va, y
               posiblemente pronto desaparecerá.

                    Marty salía tarde del colegio porque era el día que menos gustaba a los
               docentes  de  instituto,  el  día  destinado  a  las  reuniones  entre  padres  y
               profesores. Tal como se desarrollaron, Marty tuvo ocasión de comprobar que,

               en general, los padres mostraban poco interés en comentar los progresos (o la
               ausencia  de  estos)  del  joven  Johnny  o  la  joven  Janey.  Casi  todos  querían
               hablar del probable final de internet, con lo que perderían irreversiblemente
               sus  cuentas  de  Facebook  e  Instagram.  Ninguno  mencionó  Pornhub,  pero
               Marty  sospechaba  que  muchos  —tanto  padres  como  madres—  lamentaban

               también la inminente desaparición de esa web.
                    Por lo común, Marty habría vuelto a casa por la ronda de peaje —tarará
               tararí, en casa en un tris—, pero eso no era posible debido al hundimiento del

               puente del Otter Creek. De eso hacía cuatro meses, y no había la menor señal
               de  obras  de  reconstrucción;  solo  barreras  de  madera  con  cintas  de  color
               naranja ya mugrientas y rotuladas por los grafiteros.
                    Con la ronda cerrada, Marty, para llegar a su casa en Cedar Court, se veía
               obligado a atravesar el centro junto con el resto de los habitantes de la zona

               este. A causa de las reuniones, no había salido a las tres, sino a las cinco, en
               plena hora punta, y un desplazamiento que antes le habría representado veinte
               minutos ahora le exigía una hora como mínimo, probablemente más porque

               tampoco funcionaban algunos semáforos. Todo el viaje era una parada tras
               otra  en  medio  de  incesantes  bocinazos,  chirridos  de  frenos,  topetazos  entre



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