Page 83 - La sangre manda
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Sí, y otra cosa. La señora Grogan dijo también que era un hombre íntegro,

               pero que, si tú no lo eras también, que Dios te ayudara. ¿Y había sido íntegro
               Dean Whitmore? No. ¿Había sido íntegro Kenny Yanko? Ídem. Así que tal
               vez el señor Harrigan había intervenido gustosamente. Tal vez incluso había
               disfrutado.

                    —Si es que estuvo presente —susurré.
                    Había estado presente. En el fondo de mi alma, lo sabía. Y sabía otra cosa.
               Sabía qué significaba ese mensaje: Craig, stop.
                    ¿Porque le hacía daño a él o porque me lo hacía a mí mismo?

                    Decidí que a fin de cuentas tanto daba.




               Al día siguiente, llovió a cántaros, esa clase de aguacero frío y sin aparato

               eléctrico  que  anuncia  que  las  primeras  tonalidades  otoñales  empezarán  a
               aparecer en un par de semanas. Estuvo bien que lloviera, porque gracias a eso
               los veraneantes —los que quedaban— se habían refugiado en sus escondrijos
               de temporada y no había nadie en Castle Lake. Aparqué en la zona de picnic

               del extremo norte del lago y fui a pie hasta lo que los chavales llamaban los
               Salientes,  el  sitio  donde,  en  traje  de  baño,  se  retaban  a  saltar.  Algunos  de
               nosotros incluso lo hacíamos.
                    Me  acerqué  al  borde  del  precipicio,  allí  donde  terminaba  la  pinocha  y

               empezaba la roca desnuda, que era la verdad última de Nueva Inglaterra. Me
               llevé la mano al bolsillo derecho del pantalón caqui y saqué mi iPhone 1. Lo
               sostuve un momento, sopesándolo y recordando la emoción que había sentido
               aquella mañana de Navidad al desenvolver el paquete y ver el logo de Apple.

               ¿Había chillado de alegría? No lo recordaba, pero casi seguro.
                    Todavía  quedaba  batería,  aunque  ya  menos  del  cincuenta  por  ciento.
               Telefoneé al señor Harrigan, y en la tierra oscura del cementerio de Elm, en el
               bolsillo  de  la  chaqueta  de  un  traje  caro,  para  entonces  moteado  de  moho,

               sonó,  no  me  cabe  duda,  la  canción  de  Tammy  Wynette.  Escuché  su  voz
               cascada de viejo una vez más, diciéndome que me devolvería la llamada si lo
               consideraba oportuno.
                    Aguardé el pitido.

                    —Gracias por todo, señor Harrigan —dije—. Adiós.
                    Corté la comunicación, eché el brazo atrás y lancé el teléfono con todas
               mis fuerzas. Lo observé trazar un arco por el cielo gris. Observé la pequeña
               salpicadura que produjo al caer en el agua.







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