Page 75 - La sangre manda
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Como el señor Rafferty fue generoso con el fideicomiso, dispuse de mi
propio piso cuando cursaba tercero en Emerson. Solo un par de habitaciones y
un cuarto de baño, pero se hallaba en la zona de Back Bay, donde ni los pisos
pequeños son baratos. Por entonces trabajaba en la revista literaria.
Ploughshares es una de las mejores del país, y siempre tiene un redactor jefe
de altos vuelos, pero alguien ha de leer el material no solicitado, y ese era yo.
Me gustaba esa responsabilidad, y me gustaba el trabajo, pese a que muchos
de los textos no andaban muy a la zaga de un poema memorablemente malo,
incluso clásicamente malo, titulado «Diez razones por las que odio a mi
madre». Me resultaba alentador ver que ahí fuera había muchos esforzados
aspirantes que escribían peor que yo. Es posible que suene mezquino. Es
posible que lo sea.
Una tarde, mientras realizaba esa tarea con una bandeja de Oreo junto a la
mano izquierda y una taza de té junto a la derecha, sonó el teléfono. Era mi
padre. Dijo que tenía una mala noticia y me anunció que la señorita
Hargensen había muerto.
Por un momento, enmudecí. De repente la pila de poemas y relatos no
solicitados parecía del todo intrascendente.
—¿Craig? —preguntó mi padre—. ¿Sigues ahí?
—Sí. ¿Qué ha pasado?
Me contó lo que sabía, y yo averigüé más un par de días después cuando
la noticia apareció en la edición online de Weekly Enterprise, el semanario de
Gates Falls. DOS QUERIDOS PROFESORES MUERTOS EN VERMONT,
rezaba el titular. Victoria Hargensen Corliss aún daba clases de biología en
Gates; su marido era profesor de matemáticas en la vecina localidad de Castle
Rock. Habían decidido hacer un viaje en moto por Nueva Inglaterra durante
las vacaciones de primavera, alojándose en un sitio distinto cada noche. En
Vermont, ya en el camino de regreso, cerca de la línea divisoria con New
Hampshire, Dean Whitmore, treinta y un años, de Waltham, Massachusetts,
invadió el carril contrario en la Interestatal 2 y los embistió frontalmente. Ted
Corliss murió en el acto. Victoria Corliss —la mujer que me había llevado a
la sala de profesores después de la paliza de Kenny Yanko y me había dado
un Aleve ilícito que sacó de su bolso— había muerto durante el traslado al
hospital.
Yo había trabajado como becario en el Enterprise el verano anterior,
vaciando las papeleras básicamente, pero también había escrito unas cuantas
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