Page 67 - La sangre manda
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Una semana antes de Navidad, el reverendo Mooney me pidió que pasara

               a  la  sacristía  para  «tener  una  charla».  Fue  él  quien  llevó  el  peso  de  la
               conversación. Mi padre estaba preocupado por mí, dijo. Yo perdía peso, y mis
               notas habían bajado. ¿Tenía algo que contarle? Me detuve a pensar y decidí
               que quizá sí. No todo, pero parte.

                    —Si le cuento una cosa, ¿quedará entre nosotros?
                    —Siempre y cuando no tenga que ver con autolesiones o delitos, delitos
               graves, la respuesta es sí. No soy sacerdote, y esta iglesia no es de confesión
               católica, pero casi todos los hombres de fe saben mantener secretos.

                    Le conté, pues, que me había enzarzado en una pelea con un chico del
               colegio, un chico mayor que se llamaba Kenny Yanko y que me había dado
               una  buena  paliza.  Añadí  que  nunca  había  deseado  la  muerte  de  Kenny,  y
               desde luego no había rezado para que ocurriera, pero él había muerto casi

               inmediatamente después de la pelea, y no podía quitármelo de la cabeza. Le
               expliqué lo que había dicho la señorita Hargensen en relación con los niños,
               que creían que todo tenía que ver con ellos, y que no era así. Comenté que
               aquello me había ayudado un poco, pero que seguía pensando que tal vez sí

               había desempeñado un papel en la muerte de Kenny.
                    El reverendo sonrió.
                    —Tu maestra tenía razón, Craig. Yo, hasta los ocho años, evité pisar las
               grietas de la acera por miedo a que, sin querer, le rompiera la espalda a mi

               madre.
                    —¿En serio?
                    —En  serio.  —Se  inclinó  hacia  mí.  Su  sonrisa  se  desvaneció—.  Yo  te
               guardaré el secreto si tú me lo guardas a mí. ¿De acuerdo?

                    —Cuente con ello.
                    —Soy  buen  amigo  del  padre  Ingersoll,  de  la  iglesia  de  Saint  Anne,  en
               Gates Falls. Es la iglesia a la que asiste la familia Yanko. Me dijo que ese
               chico, Yanko, se suicidó.

                    Creo  que  ahogué  una  exclamación.  El  suicidio  había  sido  uno  de  los
               rumores  durante  la  semana  posterior  a  la  muerte  de  Kenny,  pero  yo  no  le
               había dado crédito. Habría jurado que era imposible que a aquel matón hijo de
               puta se le pasara siquiera por la cabeza la idea de quitarse la vida.

                    El reverendo Mooney seguía inclinado hacia delante. Me cogió una mano
               entre las suyas.
                    —Craig, ¿de verdad crees que ese niño se fue a casa y pensó: «Dios mío,
               le he dado una paliza a un niño más pequeño que yo, me parece que voy a

               matarme»?




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