Page 65 - La sangre manda
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demás.  Los  niños  creen  que  todo  su  mundo  gira  en  torno  a  ellos.  Esa

               sensación de estar en el centro de todo normalmente empieza a desaparecer
               más o menos a los veinte años, pero a ti aún te falta mucho para eso.
                    Inclinada  hacia  mí,  muy  seria,  me  miraba  con  aquellos  ojos  verdes
               preciosos. Además, el aroma de su perfume me mareaba.

                    —Veo  que  no  me  sigues,  así  que  te  ahorraré  la  metáfora.  Si  estás
               pensando que has tenido algo que ver con la muerte de ese Yanko, olvídalo.
               No  es  así.  He  visto  su  expediente,  y  era  un  chico  con  graves  problemas.
               Problemas en casa, problemas en el colegio, problemas psicológicos. No sé

               qué pasó, ni quiero saberlo, pero veo en esto un lado positivo.
                    —¿Cuál? —pregunté—. ¿Que ya no puede pegarme más?
                    Se echó a reír y dejó a la vista unos dientes tan bonitos como toda ella.
                    —He ahí otra vez esa visión ptolemaica del mundo. No, Craig, el lado

               positivo es que era demasiado joven para tener carnet. Si hubiese tenido edad
               para conducir, puede que se hubiera llevado por delante a otros chicos con él.
               Ahora vuelve al gimnasio y tira un rato a la canasta.
                    Hice ademán de marcharme, pero ella me agarró de la muñeca. Once años

               después, todavía recuerdo la descarga eléctrica que sentí.
                    —Craig, jamás me alegraría de la muerte de un niño, ni siquiera de la de
               un elemento como Kenneth Yanko. Pero sí puedo alegrarme de que no hayas
               sido tú.

                    De pronto deseé contárselo todo, y tal vez lo habría hecho. Sin embargo,
               en ese preciso momento sonó el timbre, se abrieron las puertas de las aulas, y
               el pasillo se llenó de chicos y su bullicio. La señorita Hargensen se fue por su
               camino, y yo por el mío.





               Esa noche encendí el teléfono y, al principio, me limité a mirarlo, haciendo
               acopio de valor. Lo que la señorita Hargensen había dicho esa mañana tenía

               sentido, pero ella no sabía que el teléfono del señor Harrigan aún funcionaba,
               lo cual era imposible. Yo no había tenido ocasión de contárselo y creía —
               erróneamente, como después se vio— que nunca se lo contaría.
                    Esta  vez  no  funcionará,  me  dije.  Le  quedaba  una  última  chispa  de

               energía,  solo  eso.  Como  una  bombilla  que  emite  un  intenso  destello  justo
               antes de fundirse.
                    Pulsé su número en la lista de contactos. Preveía —más bien albergaba la
               esperanza de que así fuera— escuchar un silencio o un mensaje avisándome

               de que el teléfono estaba fuera de servicio. Pero el timbre sonó unas cuantas




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