Page 47 - La sangre manda
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otra vez. No sé por qué. En esta ocasión sí esperé el pitido y, a continuación,
dije: «Le echo de menos, señor Harrigan. Le agradezco el dinero que me ha
dejado, pero renunciaría a él por tenerlo a usted todavía vivo. —Hice una
pausa—. Puede que suene a falso, pero no lo es. De verdad que no».
Luego volví a la cama y me dormí casi tan pronto como apoyé la cabeza
en la almohada. No soñé.
Tenía por costumbre encender el teléfono incluso antes de vestirme y leer las
noticias en la aplicación Newsy News para asegurarme de que nadie había
iniciado la Tercera Guerra Mundial ni se había producido algún atentado
terrorista. La mañana posterior al funeral del señor Harrigan, vi un pequeño
círculo rojo en el icono de SMS, lo que significaba que tenía un mensaje de
texto. Supuse que era de Billy Bogan, un amigo y compañero de clase que
tenía un Motorola Ming, o de Margie Washburn, que tenía un Samsung…,
aunque desde hacía un tiempo venía recibiendo menos mensajes de Margie.
Imagino que Regina se había ido de la lengua y le había contado lo del beso.
¿Conocen la expresión «helarse la sangre en las venas»? Pues puede
ocurrir realmente. Lo sé porque a mí me pasó. Me quedé sentado en la cama
con la mirada fija en el teléfono. El mensaje era de reypirata1.
Oí un traqueteo abajo, en la cocina, cuando mi padre sacó la sartén del
armario contiguo al fogón. Por lo visto tenía intención de preparar un
desayuno caliente, cosa que procuraba hacer una o dos veces por semana.
—¿Papá? —dije, pero el ruido continuaba, y lo oí decir algo que acaso
fuera: «Sal de ahí, cabrona».
No me oyó, y no solo porque la puerta de mi habitación estuviera cerrada.
Apenas me oí a mí mismo. El mensaje de texto me había helado la sangre y
privado de voz.
El mensaje previo al más reciente había sido enviado cuatro días antes de
la muerte del señor Harrigan. Rezaba: Hoy no hace falta que riegues las
plantas, ya lo ha hecho la señora G. Debajo de este, se leía C C C aa.
Se había enviado a las 2.40 horas.
—¡Papá! —Esta vez levanté un poco más la voz, pero aún no fue
suficiente. No sé si ya entonces estaba llorando, o si el llanto empezó cuando
bajaba por la escalera, sin más ropa todavía que un calzoncillo y una camiseta
de los Gates Falls Tigers.
Encontré a mi padre de espaldas. Había logrado sacar la sartén y estaba
derritiendo mantequilla en ella.
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