Page 45 - La sangre manda
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—¿Qué se siente al ser rico, Craig?
—Se siente uno bien —respondí, y por supuesto así era.
Se trataba de un regalo extraordinario, pero me complacía, quizá aún más,
saber que el señor Harrigan tenía tan buen concepto de mí. Es posible que un
cínico pensara que pretendo dármelas de virtuoso o algo así, pero no es eso.
Es decir, el dinero era como un frisbee que se quedó encajado a media altura
entre las ramas de un pino enorme de nuestro jardín cuando yo tenía ocho o
nueve años: sabía que estaba ahí, pero no podía acceder a él. Y no me
importaba. Por entonces tenía todo lo que necesitaba. Excepto al señor
Harrigan, claro. ¿Qué iba a hacer las tardes de entre semana?
—Retiro todos mis comentarios sobre su tacañería —dijo mi padre al
incorporarse al tráfico detrás de un reluciente todoterreno negro que algún
hombre de negocios había alquilado en el aeropuerto de Portland—.
Aunque…
—Aunque ¿qué? —pregunté.
—En vista de que no tenía familia y de lo rico que era, podría haberte
dejado al menos cuatro millones. Quizá seis. —Advirtió mi mirada y empezó
a reírse otra vez—. Es broma, chaval, es broma. ¿Vale?
Le di un puñetazo en el hombro y encendí la radio. Pasé de la WBLM
(«El zepelín del rock and roll de Maine») a la WTHT («La emisora de
country n.º 1 de Maine»). Había desarrollado el gusto por el country. Nunca
lo he perdido.
El señor Rafferty vino a cenar y, para lo flaco que era, se dio un buen atracón
de espaguetis de mi padre. Le dije que ya sabía lo del fideicomiso y le di las
gracias. «No me las des a mí», respondió, y nos explicó cómo se proponía
invertir el dinero. Mi padre le contestó que hiciera lo que considerara
oportuno, pero que lo mantuviera informado. Sí sugirió que John Deere
podría ser un buen sitio para parte de la pasta, porque estaban introduciendo
innovaciones a todo tren. El señor Rafferty dijo que lo tendría en cuenta, y
más tarde averigüé que en efecto invirtió en Deere and Company, aunque solo
una cantidad simbólica. La mayor parte fue a Apple y a Amazon.
Después de la cena, el señor Rafferty me estrechó la mano y me dio la
enhorabuena.
—Harrigan tenía muy pocos amigos, Craig. Tú tuviste la suerte de ser uno
de ellos.
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