Page 41 - La sangre manda
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Para  cuando  llegué  al  ataúd,  la  música  había  cesado.  El  púlpito  estaba

               vacío. Virginia Hatlen probablemente se había escabullido a la parte de atrás
               para  fumar  un  cigarrillo,  y  el  reverendo  debía  de  estar  en  la  sacristía,
               quitándose  la  sotana  y  peinándose  el  escaso  cabello  que  le  quedaba.  En  el
               vestíbulo había unas cuantas personas, hablando en susurros, pero allí en la

               iglesia nos hallábamos solos el señor Harrigan y yo, como tantas tardes en la
               casa grande de lo alto de la cuesta, con sus vistas buenas pero no turísticas.
                    Vestía un traje gris marengo que no le había visto nunca. El tipo de la
               funeraria  le  había  aplicado  un  poco  de  colorete  para  darle  un  aspecto

               saludable, solo que las personas saludables no yacen en un ataúd con los ojos
               cerrados y con el rostro muerto iluminado por los últimos minutos de luz del
               día antes de acabar bajo tierra para siempre. Tenía las manos entrelazadas, lo
               que me llevó a recordar esas mismas manos cuando entré en su salón hacía

               apenas unos días. Parecía un muñeco de tamaño natural, y lamenté verlo de
               esa  manera.  No  quería  quedarme.  Quería  aire  fresco.  Quería  estar  con  mi
               padre. Quería irme a casa. Pero antes tenía que hacer una cosa, y tenía que
               hacerla  de  inmediato,  porque  el  reverendo  Mooney  podía  volver  de  la

               sacristía en cualquier momento.
                    Me llevé la mano al bolsillo interior de la americana y saqué el teléfono
               del señor Harrigan. La última vez que estuve con él —vivo, quiero decir, no
               desplomado en su sillón ni con aspecto de muñeco en una caja cara—, me

               dijo  que  se  alegraba  de  que  lo  hubiera  convencido  de  que  se  quedase  el
               teléfono. Añadió que era una buena compañía cuando no podía dormir por las
               noches.  El  teléfono  estaba  protegido  con  contraseña  —como  ya  he  dicho,
               aprendía  deprisa  cuando  algo  despertaba  realmente  su  interés—,  pero  yo

               conocía la contraseña: pirata1. Lo había encendido en mi habitación la noche
               anterior al funeral y había accedido a la aplicación Notas. Deseaba dejarle un
               mensaje.
                    Me planteé escribir «Le quiero», pero no habría sido exacto. Desde luego

               me inspiraba simpatía, pero también cierto recelo. Creo que tampoco él me
               quería  a  mí.  Posiblemente  el  señor  Harrigan  nunca  había  querido  a  nadie,
               quizá  a  excepción  de  la  madre  que  lo  crio  después  de  que  se  marchara  su
               padre (había hecho mis indagaciones). Al final decidí escribirle la siguiente

               nota: «Ha sido un privilegio trabajar para usted. Gracias por las felicitaciones,
               y por los billetes de rasca y gana. Lo echaré de menos».
                    Levanté  la  solapa  de  su  chaqueta  y,  pese  a  que  procuré  no  tocar  la
               superficie inmóvil de su pecho bajo la impecable camisa blanca…, lo rocé

               con los nudillos un momento, y aún a día de hoy conservo un vívido recuerdo




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