Page 34 - La sangre manda
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—Bueno, supongo que alguien tiene que hacerlo. ¿Por qué no tú? ¿Y no

               añorarías tu pueblo? ¿Ver la cara de tu padre o poner flores en la tumba de tu
               madre?
                    —Ah, volvería —contesté, pero la pregunta y la mención de mi madre me
               dieron que pensar.

                    —Quería  romper  con  todo  —explicó  el  señor  Harrigan—.  Después  de
               pasar  toda  mi  vida  en  la  ciudad,  me  crie  en  Brooklyn  antes  de  que  se
               convirtiera  en…,  no  sé,  una  especie  de  planta  en  una  maceta,  deseaba
               alejarme de Nueva York en mis últimos años. Quería vivir en el campo, pero

               no el campo concebido para turistas, no en sitios como Camden o Castine o
               Bar Harbor. Quería un sitio donde las calles aún no estuvieran asfaltadas.
                    —Bueno —dije—, desde luego vino al sitio adecuado.
                    Se rio y cogió otra galleta.

                    —Me planteé ir a las Dakotas, ¿sabes?… y a Nebraska…, pero al final
               decidí que era un poco excesivo. Pedí a mi ayudante fotos de muchos pueblos
               de  Maine,  New  Hampshire  y  Vermont,  y  aquí  es  donde  me  instalé.  Por  la
               altura. Ofrece vistas en todas las direcciones, pero no vistas espectaculares.

               Las vistas espectaculares podrían atraer a los turistas, precisamente lo que yo
               no quería. Esto me gusta. Me gusta la paz, me gustan los vecinos, y me gustas
               tú, Craig.
                    Me complació oírlo.

                    —Hay otra cosa. No sé qué habrás leído sobre mi vida profesional, pero si
               has  leído  algo,  o  lees  algo  en  el  futuro,  verás  que  muchos  opinan  que  fui
               despiadado  mientras  ascendía  por  lo  que  las  personas  envidiosas  e
               intelectualmente ineptas llaman «la escala del éxito». Esa opinión no va del

               todo  desencaminada.  Me  creé  enemigos,  lo  admito  sin  ningún  reparo.  Los
               negocios  son  como  el  fútbol,  Craig.  Si  tienes  que  derribar  a  alguien  para
               llegar  a  la  línea  de  meta,  más  te  vale  hacerlo,  o  no  deberías  ponerte  el
               uniforme y saltar al terreno de juego. Pero cuando el partido termina, y el mío

               ha terminado aunque me mantenga en contacto, te quitas el uniforme y te vas
               a casa. Para mí, esto es ahora mi casa. Este rincón de Estados Unidos sin nada
               de particular, con su única tienda y un colegio que, según creo, cerrará pronto.
               Aquí  la  gente  no  se  deja  caer  «solo  para  tomar  una  copa».  No  tengo  que

               asistir a almuerzos de negocios con personas que siempre, siempre, quieren
               algo.  No  se  me  invita  a  reuniones  de  algún  consejo  de  administración.  No
               tengo  que  ir  a  actos  benéficos  donde  me  aburro  como  una  ostra,  ni
               despertarme  a  las  cinco  de  la  mañana  por  el  ruido  de  los  camiones  de  la

               basura en  la calle  Ochenta  y uno.  Me enterrarán  aquí,  en el  cementerio  de




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