Page 198 - Extraña simiente
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Paul cruzó la habitación.
Abrió la puerta de par en par.
Un segundo antes de que el fuego la devorara, Rachel alcanzó a ver tres
rostros oscuros y perfectos detrás del cristal de la ventana.
Entonces comprendió.
Esbozó una sonrisa.
Pronunció las palabras:
—Gracias, Paul.
Por la mañana
El niño —un chico— husmea, intrigado, entre las cenizas humeantes entre
las que se distingue vagamente un objeto bulboso y brillante. El niño se
acerca a cogerlo. Una niña que también husmea por allí se adelanta al mismo
tiempo que él.
—No lo entiendo —dice la niña—. No lo entiendo.
El chico, lanzando un chillido agudo, le suelta un zarpazo. Ella se aparta
gruñendo.
El chico coge el objeto bulboso y lo estudia dándole vueltas y más
vueltas. Se lo mete en la boca, lo prueba con la lengua, lo muerde, lo arroja al
suelo y sigue buscando.
Una de las niñas empuña un bote manchado de hollín que ha encontrado
entre las cenizas. Lo mira atentamente con esperanzas. Termina por arrojarlo
al suelo; se estrella contra la masa oscura del fogón de la cocina. En seguida,
un olor picante se eleva hacia ella; se vuelve rápidamente y se acerca a los
restos del bote. En ese momento, todos los otros niños se tiran encima de ella,
algunos le pegan, tratando de apartarla y se disputan el contenido del bote.
Pronto no queda rastro de él. Y los niños prosiguen su búsqueda.
Sus estómagos ya no están constantemente llenos. Ni su piel caliente. Ya
no tienen tiempo para el deseo. Por eso hurgan entre las cenizas. Y desgarran
lo que encuentran hasta llegar al hueso. Mientras tanto, la fría mañana
comienza a envolverlos. Es una mañana de diciembre. Silenciosa. Pero
portadora de esperanzas. Más adelante, ya no quedarán ni huesos.
El invierno se ha echado encima de ellos.
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