Page 194 - Extraña simiente
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Paul la miró esperando a ver cómo reaccionaba.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que no importa nada —Rachel se calló un momento—. Ven,
déjame que te quite el abrigo.
—No, ahora mismo, no, por favor. Todavía estoy helado. ¡Dios!, estoy
aterido, tengo el frío metido en los huesos.
—Si no te quitas el abrigo, vas a empezar a sudar, tonto.
Ella se inclinó sobre él y empezó a desabrocharle el abrigo.
Paul le agarró la mano y se la sujetó muy fuertemente.
—No, por favor, Rachel.
Ella se le quedó mirando fijamente, sin dar crédito a sus ojos.
—Paul… Paul, ¡tu mano! ¿Qué le pasa a tu mano?
Paul se miró y exhaló un grito ahogado casi inaudible. Retiró la mano
instintivamente, la apretó con la otra y hundió las dos entre las rodillas.
—No es nada. Están frías. No llevaba guantes. Se me han congelado. No
es nada.
Se levantó rápidamente de su silla y añadió:
—Tengo que mantenerlas calientes y nada más. Tengo que mantenerlas
calientes.
Y salió corriendo del cuarto de estar.
Cuando Rachel fue en su busca, lo encontró delante de la chimenea, las
manos extendidas delante del fuego. Las horribles manchas marrones que le
había visto sólo un minuto antes, habían desaparecido.
5 de diciembre, noche
—Están a medio camino de la casa, Paul.
Rachel se volvió y miró a su marido de frente; estaba sentado
tranquilamente en su silla.
—¿Paul?
—Sí, te he oído.
Rachel volvió a mirar por la ventana y vio dos hogueras: una brillante,
grande y ondulante; la otra, una imagen secundaria de una hoguera en
miniatura, tenue y desenfocada, reflejada en el cristal de la ventana.
Y vio tres siluetas negras sentadas alrededor del fuego; se figuró
mentalmente la geometría, la simetría que esas figuras inmóviles
representaban.
Rachel bajó los ojos. Su mirada cayó sobre las cuatro pilas de leña
cubiertas de nieve que quedaban, las colmenas, las pirámides torcidas que
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