Page 192 - Extraña simiente
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Paul no podía comprender la agitación que sentía. Ya no había duda, él ya
sabía; una semana antes, la revelación casi mística que tuvo fue la respuesta:
el invierno había ejecutado lo que todos los años. Había matado. Les había
liberado a él y a Rachel del tormento, de la pesadilla de la que no sabían
escapar.
Se dio cuenta de que caminaba gracias a la ayuda de la memoria —el
recuerdo de miles de paseos por este mismo camino—, de que a pesar de una
oscuridad casi total, rodeaba automáticamente obstáculos que había evitado
cientos de veces bajo la plena luz del sol.
Intentó pensar sobre el motivo que le había arrastrado fuera de la casa, se
esforzó en analizarlo. Sentía rabia, lo reconocía, una rabia apasionada y muda,
la rabia que proviene de la frustración. También sentía compasión; piedad por
Rachel y por sí mismo. Y por los niños. Ya que no le cabía la menor duda de
que eran ellos los que habían encendido la hoguera, los que la alimentaban,
los que avivaban su luz para que se percataran de su presencia.
Miró detrás y vio que Rachel le observaba desde la ventana. Pensó un
momento en saludar con la mano, pero se dio cuenta de que no podría verle.
Sintió con gran fuerza y certeza que su matrimonio se estaba rompiendo.
Había demasiadas preguntas sin respuesta, demasiado dolor sobre el que
reflexionar. Mientras se quedaran en la casa, podían agarrarse el uno al otro,
depender del otro, no tenían otro remedio. Pero cuando volvieran a la ciudad,
tendrían que contestar a las preguntas, y reflexionar sobre todo el dolor
pasado. Y el amor que sentían el uno por el otro, incluso con lo intenso que
era, no conseguiría mantenerlos unidos. Ella se volvería una extranjera para
él. Él, para siempre, un extranjero para ella.
Su pie chocó contra algo metálico. Se detuvo, se agachó. Era la lámpara.
La recogió. Lo recordó todo. En este lugar había encontrado a Rachel la
semana antes, aquí se había caído, había sucumbido, se había entregado a…
—¡Mierda!
Fue un grito agudo y penetrante. Le chocó oír su tono tan gutural. Arrojó
la lámpara al suelo. El globo de cristal estalló hecho añicos. No le produjo
ningún placer destruirlo. Su grito también le disgustó.
—¡Hijos de puta! ¡Os voy a matar a todos! ¡Os voy a matar a todos!
Y echó a correr. A toda velocidad.
Se detuvo. Oyó el murmullo del riachuelo delante de él; fluía rápido, no se
helaría antes de la mitad del invierno.
Percibió un olor a madera quemada. Miró hacia su izquierda. Las ramas
superiores del arco vegetal estaban bañadas de una luz trémula y anaranjada.
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