Page 193 - Extraña simiente
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«¡Hijos de puta!». Pero esta vez, el insulto no fue proferido. De repente

               descubrió que ni los insultos ni la rabia ni la cólera les provocaban reacción
               alguna, que eran cosas que escapaban a su entendimiento.
                    Se dirigió hacia el sur, saliendo del camino y adentrándose en los campos.
                    Volvió a detenerse. Observó atentamente, con reverencia. Era lo menos

               que podía hacer por ellos. Ni sus insultos ni su furia tenían cabida aquí, entre
               ellos; esta era su catedral. Paul les miraba, veía que volvían sus rostros de vez
               en  cuando,  veía  sus  ojos  inexpresivos  mirándole,  veía  la  luz  de  las  llamas
               bailando  sobre  su  piel  oscura  y  suave,  veía  que  las  manos  tocaban  otras

               manos  y  vientres,  como  dándose  y  recibiendo  calor,  como  si  necesitaran
               sentirse, gozando de lo que eran. Él sabía que le estaban haciendo un honor.
               Que en cierta manera era un privilegiado. Que muy pocos hombres, si es que
               había alguno, habían podido presenciar lo que a él le permitían ver.

                    Sus muertes lentas y delicadas.



                                                          * * *


                    —¿Hablaste con ellos, Paul?

                    Paul se sentó en una de las sillas de la cocina.
                    —¿Hablar con ellos?
                    —Sí,  los  cazadores.  ¿Les  has  preguntado  dónde  pensaban  que  estaban,

               encendiendo hogueras en nuestra tierra, en nuestros bosques?
                    Paul suspiró.
                    —No, no. No hablé con ellos. Pero no van a hacerle daño a nadie, Rachel.
               Se van a marchar pronto.
                    —Estuviste  fuera  mucho  tiempo,  Paul.  ¿Por  qué  no  hablaste  con  ellos?

               ¿Qué hiciste?
                    —Nada. Simplemente… tener cuidado. Estaba tan oscuro como la boca
               de un lobo. Y sin lámpara…

                    Rachel se acercó a él y le puso las manos sobre los hombros.
                    —¿Dices que se van a marchar pronto? ¿Y cómo lo sabes, querido?
                    Le  había  llamado  «querido».  Sonrió  melancólicamente  y  pensó  en
               agradecérselo.
                    —Simplemente, lo sé —contestó—. ¿Cuánto tiempo pueden aguantar ahí

               fuera con el frío que hace?
                    —Bien, espero que tengas razón y no pase nada.
                    —De todas maneras, nos vamos a marchar pronto, Rachel. ¿Qué importa

               entonces?



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