Page 82 - LACORRETAEXPRESION
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A veces llegan cartas con sabor amargo y con sabor a lágrimas. Pero lo que seguro llegan
son cartas del banco o cartas comerciales. El género epistolar se nos muere y no
precisamente de muerte natural. De la misma manera que la canción decía aquello del
"vídeo mató a la estrella de la radio", también el teléfono acabó con las cartas enamoradas.
Durante dos o tres decenios, la gente se ha apalancado al teléfono y se ha dicho cosas
que jamás sabría escribir. El teléfono ha conseguido convertir los silencios en lenguaje, el
timbre en caricia, el acto de colgar en un cachete doloroso.
Pero tras el teléfono llegó el prodigio del ordenador y los famosos emilios, esa castiza
castellanización del anglicismo e-mail. Mandar un emilio ha significado un regreso a los
sentimientos escritos sin necesidad de someterse al ministerio de la filatelia, al lengüetazo
en el dorso y a la búsqueda agónica de los buzones.
Es cierto que, hace años, llegaban cartas a veces. Pero ahora llegan emilios rápidos y
concisos. No tan bien escritos ni con aromas de amores perdidos, pero igualmente
intensos. Escribir los sentimientos vuelve a estar al alcance de cualquiera sin limitación de
tiempo, lugar ni dinero. Ahí va eso, te guste o no. Si está mal escrito, no importa. Lo
importante es que te he visto en la pantalla y me gusta decirte procacidades de ésas que
te excitan porque en vez de pertenecer a alguien sólo te pertenecen a ti.
Sin embargo, el emilio ha dejado una víctima en su camino. Ni más ni menos que el famoso
telegrama. Los cuarentones todavía deben recordar aquella canción preyeyé que hablaba
de un enamorado escritor de telegramas: "Origen: mi corazón. Remitente: cerca del cielo.
Destino: tus ojos son. Y texto: Te quiero, te quiero". O algo así. El telegrama era un grito
de urgencia pasado por el tamiz del Estado. Antes los telegramas eran azules y llevaban
pegada en la parte del texto una tira de palabras salidas de un teletipo. Los telegramas
eran sinónimo de velocidad y de instantaneidad, y conseguía producir en el receptor una
inclasificable sensación de mal rollo y de angustia. Las cosas urgentes, señal que no
pueden esperar a ser contadas.
Un telegrama era el vestíbulo de la mala noticia, porque siempre las malas noticias circulan
más deprisa que los buenos momentos, las horas de calma o los bellos poemas. Para lo
bueno ya están las tarjetas postales, mínimas escrituras con paisaje incluso concebidas
para hacer rabiar de envidia a quien las recibe. Pero el telegrama tiene todavía un tono