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Cuando vino el señor, la señora lo esperaba en la sala

            de estar con el Padre Celerino, el cura de la iglesia en la que

            bautizaron a Juan como Juan.


                   La  señora  lo  tenía  de  la  mano  al  cura,  como

            aferrándose a la fe en carne y hueso. Hablaron de Juan, de sus

            escapadas,  de  que  se  estaba  volviendo  un  alma  sin  guía

            espiritual.


            El señor acordó, a pedido de su esposa, que el cura hablara con

            el niño.


                   Celerino  se  sentó  en  la  cama  donde  yacía  Juan,

            recostado, mirando el techo blanco y la nada.


                   -Hijo…


                   -No soy su hijo ni el de ellos. Quiero irme.


                   -Hijo, ven- quiso tocarlo, agarrarlo del brazo. Juan se

            soltó-  debes  entender  –Siguió  el  cura-  Tus  padres  desean

            educarte en la fe, que seas un hombre de bien.




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