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desde que un ángel le anunciara que iba a ser la Madre del Mesías.
Y su respuesta fue ejemplar: “Aquí está la sierva del Señor.
Hágase en mi según tu palabra”. Ojalá todos y todas pudiéramos
decir lo mismo.
Pero pronto, su alegría se volvió zozobra al escuchar las
palabras de Simeón cuando su hijo apenas era un niño: “¡y a ti
misma, una espada te atravesará el alma!” nos dice el evangelio de
Lucas.
Y desde ese día, esta muchacha se convirtió ya en nuestra
madre, nuestra protectora, nuestra guía. Me la imagino vigilando a
Jesús, un niño normal, en un pueblo normal, que jugaría con los
otros niños. Sus primeros pasos, sus primeras palabras….
A ella dedicamos ese día. Y por ende, a todas las madres.
¿Por qué no? El Viernes de Dolores tal vez debería ser el día de
las madres. Pues mientras los hombres solemos esperar la hora
de encumbrar a Nuestra Señora, ellas ya han buscado nuestras
túnicas, las han lavado, planchado y preparado. Reposan
tranquilas, como el arpa de Gustavo Adolfo Bécquer, en la cama o
en la percha esperando nuestra llegada. Y esperan, también, que
seamos dignos y dignas de vestirlas.
Espera el hermano el momento
De llevar a Nuestra Madre en los hombros.
Ya emboca la puerta,
Ya se acerca a la reja.
Y un murmullo de asombro
Llena la plaza entera.
Novia blanca
De manto negro.
Madre hermosa
Con puñal en pecho.
Amor que ama