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Amanece el Jueves Santo. “Id a la ciudad, a casa de fulano, y

           decirle: “El maestro dice: Mi tiempo está  cerca; en tu casa voy a

           celebrar la Pascua con mis discípulos”.

                  Esa  casa  debería  ser  nuestro  corazón.  Tener  nuestro

           corazón abierto a la venida de Jesús. Ser dignos de que entre en
           nosotros  y  nos  transforme.  ¿Tenemos  nuestra  casa  preparada

           para que Jesús celebre en ella la Pascua?

                  Y a todo esto… ¿y María? María también estaría preparando

           la Pascua. Tal vez con familiares y amigos. Estaría preparando el

           pan  ácimo,  el  cordero  y  las  hierbas  amargas  para  celebrar  la
           liberación  del  pueblo  de  Israel  del  yugo  egipcio.  ¡Oh  María!,  no

           pienses ahora en las palabras de Simeón. María, se fuerte ahora

           más que nunca.

                  Mientras  esto  ocurre  a  cientos  de  años  de  distancia,  la
           iglesia  se  convierte  en  un  hervidero,  otra  vez,  de  estandartes,

           tronos y horquillas. Mientras los hermanos y hermanas preparan

           los  atavíos,  consultan  el  tiempo  y  Paco  prepara  las  flores;  las

           María, ultiman los preparativos en casa. Las  túnicas moradas ya
           descansan junto a las negras. Cinturones, cíngulos y escapularios

           están listos. Las capuchas preparadas. Las vestimentas de judíos

           o alabarderos y apóstoles también están listas…, lanzas y caretas,

           preservadas con cariño, esperan el momento de salir.

                  Por la tarde, la comunidad celebra el Día del Amor Fraterno.
           La  instauración  de  la  Eucaristía.  Siguiendo  los  Evangelios,  los

           apóstoles  se  sientan  junto  al  sacerdote,  y  éste,  siguiendo  el

           ejemplo  de  Jesús,  les  lavará  los  pies.  El  servicio  es  la  primera

           obligación del cristiano, más aun del cofrade.

                  Y  después,  tomando  el  pan  y  el  vino,  los  bendijo  y  los
           transformó  en  su  cuerpo  y  sangre.  “y  cantados  los  himnos,  se

           dirigieron  al  huerto  de  Los  Olivos”.  Así,  el  cuerpo  de  Cristo  es

           llevado al monumento.
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