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Y llega el Viernes Santo. Ha sido humillado. Su espalda ha
sufrido mil latigazos. Los mismos que lo aclamaban hace pocos
días, reniegan de Él. Presentado ante el pueblo, piden la cruz y
cargada con ella hace el Vía Crucis.
Y Frigiliana, por la mañana, la hace con Él. Acompañamos a
Jesús en su camino al Gólgota rememorando sus 14 estaciones.
Y María, tal vez, ve como su hijo avanza por las calles de
Jerusalén con un madero a cuestas. Su hijo, el mismo que crió.
Llegado al monte de la Carabela,
en lo alto, para que todos lo vean, es crucificado junto a dos
malhechores.
Y justo es ese momento de dolor y sufrimiento dice: “Hijo,
ahí tienes a tu madre; Madre, ahí tienes a tu hijo”. Y María se
convierte por siempre en nuestra Madre.
Sobre su cabeza una corona de espinas, burla de lo que dice
el cartel: “Iesus Nazarenum, Rex Iudarorum”.
¿Y qué hace en ese momento Jesús?, ¿Quejarse?, ¿Maldecir
la hora en que se le ocurrió empezar su tarea? ¿Tal vez a quienes
lo condenaron a muerte, le dieron latigazos o lo clavaron en la
cruz?
No. Sólo dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”. Así nos lo había enseñado: “Perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Y viendo que todo llegaba a su fin, dijo: “Todo está cumplido.
Y entregando su espíritu, expiró.”
La tarde se acerca. La iglesia está desnuda. Se preparan los
oficios. Por segunda vez, se leerá completa la Pasión.
Y adoraremos la cruz, el trono de nuestro Rey.
Los apóstoles se acercarán y le quitarán la corona, y se la
enseñaran al pueblo y a María.
Luego, desclavarán su cuerpo, colocarán los clavos en la
corona, y se lo mostrarán al pueblo y a su Madre..