Page 1038 - El Señor de los Anillos
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atrás ya no se veían. Esta circunstancia resultó desastrosa. Descansaron algunos
      minutos  y  otra  vez  se  pusieron  en  camino;  pero  habían  avanzado  unos  pocos
      pasos  cuando  en  el  silencio  de  la  noche  oyeron  de  pronto  el  ruido  que  habían
      estado  temiendo  en  secreto:  un  rumor  de  pasos  en  marcha.  Parecían  no  estar
      muy cerca todavía, pero al volver la cabeza Frodo y Sam vieron el chisporroteo
      de  las  antorchas,  que  ya  habían  pasado  la  curva  a  menos  de  una  milla,  y  se
      acercaban con rapidez: con demasiada rapidez para que Frodo escapara a todo
      correr por el camino.
        —Me lo temía, Sam —dijo Frodo—. Hemos confiado en nuestra buena suerte
      y  nos  ha  traicionado.  Estamos  atrapados.  —Miró  con  desesperación  el  muro
      amenazante;  los  constructores  de  caminos  de  antaño  habían  cortado  la  roca  a
      pique a muchas brazas de altura. Corrió al otro lado y se asomó a un precipicio
      de tinieblas—. ¡Nos han atrapado al fin! —dijo. Se dejó caer en el suelo al pie de
      la pared rocosa y hundió la cabeza entre los hombros.
        —Así parece —dijo Sam—. Bueno, no nos queda más remedio que esperar y
      ver.
        Y se sentó junto a Frodo a la sombra del acantilado.
        No tuvieron que esperar mucho. Los orcos avanzaban a grandes trancos. Los
      de  las  primeras  filas  llevaban  antorchas.  Y  se  acercaban:  llamas  rojas  que
      crecían rápidamente en la oscuridad. Ahora también Sam inclinó la cabeza, con
      la esperanza de que no se le viera la cara cuando llegasen las antorchas; y apoyó
      los escudos contra las rodillas de ambos, para que les ocultasen los pies.
        « ¡Ojalá lleven prisa y pasen de largo, dejando en paz a un par de soldados
      fatigados!» , pensó.
        Y  al  parecer  iban  a  pasar  de  largo.  La  vanguardia  orca  llegó  trotando,
      jadeante,  con  las  cabezas  gachas.  Era  una  banda  de  la  raza  más  pequeña,
      arrastrados a pelear en las guerras del Señor Oscuro: no querían otra cosa que
      terminar de una vez con aquella marcha forzada y esquivar los latigazos. Con
      ellos, corriendo de arriba abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y
      feroces uruks, blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras
      fila;  la  delatadora  luz  de  las  antorchas  empezaba  a  alejarse.  Sam  contuvo  el
      aliento. Ya más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los
      uruks descubrió las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear
      el látigo y los increpó:
        —¡Eh, vosotros! ¡Arriba! No le respondieron y detuvo con un grito a toda la
      compañía.
        —¡Arriba,  zánganos!  —aulló—.  No  es  ahora  momento  de  dormir.  Dio  un
      paso  hacia  los  hobbits,  y  aún  en  la  oscuridad  reconoció  las  insignias  de  los
      escudos.
        —Con  que  desertando,  ¿eh?  gritó.  ¿O  conspirando  para  desertar?  Todos
      vosotros teníais que haber llegado a Udûn ayer antes de la noche. Bien lo sabéis.
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