Page 1043 - El Señor de los Anillos
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                     El Monte del Destino
      S am se quitó la andrajosa capa de orco y la deslizó debajo de la cabeza de su
      amo;  luego  abrigó  su  cuerpo  y  el  de  Frodo  con  el  manto  gris  de  Lorien;  y
      mientras lo hacía recordó de nuevo aquella tierra maravillosa y a la hermosa
      gente, confiando contra toda esperanza que el paño tejido por las manos élficas
      tendría la virtud de esconderlos en ese páramo aterrador. Los gritos y rumores de
      la  refriega  se  fueron  alejando  a  medida  que  las  tropas  se  internaban  en  la
      Garganta  de  Hierro.  Al  parecer,  en  medio  de  la  confusión  y  el  tumulto  la
      desaparición de los hobbits había pasado inadvertida, al menos por el momento.
        Sam tomó un sorbo de agua, pero consiguió que Frodo también bebiera, y no
      bien lo vio algo recobrado le dio una oblea entera del precioso pan del camino y
      lo obligó a comerla. Entonces, demasiado rendidos hasta para sentir miedo, se
      echaron a descansar. Durmieron durante un rato, pero con un sueño intranquilo y
      entrecortado; el sudor se les helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían
      la carne; y tiritaban de frío. Desde la Puerta Negra en el norte y a través de
      Cirith Ungol corría susurrando a ras del suelo un soplo cortante y glacial.
        Con  la  mañana  volvió  la  luz  gris;  pues  en  las  regiones  altas  soplaba  aún  el
      viento  del  oeste,  pero  abajo,  sobre  las  piedras  y  en  los  recintos  de  la  Tierra
      Tenebrosa, el aire parecía muerto, helado, y a la vez sofocante. Sam se asomó a
      mirar.  Todo  alrededor  el  paisaje  era  chato,  pardo  y  tétrico.  En  los  caminos
      próximos  nada  se  movía;  pero  Sam  temía  los  ojos  avizores  del  muro  de  la
      Garganta de Hierro, a apenas unas doscientas yardas de distancia hacia el norte.
      Al sudeste, lejana como una sombra oscura y vertical, se erguía la Montaña. Y
      de  ella  brotaban  humaredas  espesas,  y  aunque  las  que  trepaban  a  las  capas
      superiores del aire se alejaban a la deriva rumbo al este, alrededor de los flancos
      rodaban unos nubarrones que se extendían por toda la región. Algunas millas más
      al noreste se elevaban como fantasmas grises y sombríos los contrafuertes de los
      Montes de Ceniza, y por detrás de ellos, como nubes lejanas apenas más oscuras
      que el cielo sombrío, asomaban envueltas en brumas las cumbres septentrionales.
        Sam  trató  de  medir  las  distancias  y  de  decidir  qué  camino  les  convendría
      tomar.
        —Yo  diría  que  hay  por  lo  menos  unas  cincuenta  millas  —murmuró,
      preocupado, mientras contemplaba la montaña amenazadora—, y si es un trecho
      que en condiciones normales se recorre en un día, a nosotros, en el estado en que
      se  encuentra  el  señor  Frodo,  nos  llevará  una  semana.  —Movió  la  cabeza,  y
      mientras reflexionaba, un nuevo pensamiento sombrío creció poco a poco en él.
      La esperanza nunca se había extinguido por completo en el corazón animoso y
      optimista de Sam, y hasta entonces siempre había confiado en el retorno. Pero
      ahora, de pronto, veía a todas luces la amarga verdad: en el mejor de los casos
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