Page 1046 - El Señor de los Anillos
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Durante  todo  aquel  día  Frodo  no  había  hablado  ni  una  sola  vez,  y  caminaba
      encorvado, tropezando a cada rato, como si ya no distinguiera el camino. Sam
      adivinaba que de todas las penurias que compartían, a Frodo le tocaba la peor:
      soportar  el  peso  siempre  creciente  del  Anillo,  una  carga  para  el  cuerpo  y  un
      tormento  para  la  mente.  Y  veía  con  desesperación  que  la  mano  de  Frodo  se
      alzaba de tanto en tanto como para esquivar un golpe, o para proteger los ojos
      contraídos de la mirada inquisitiva de un ojo abominable. Y que la mano derecha
      subía  de  vez  en  cuando  al  pecho  para  aferrarse  a  algo;  y  que  luego  como
      dominándose, lo soltaba lentamente.
        La  noche  retornaba,  y  Frodo  se  sentó  con  la  cabeza  entre  las  rodillas;  los
      brazos colgantes tocaban el suelo y las manos le temblaban ligeramente. Sam no
      dejó  de  observarlo  hasta  que  la  oscuridad  los  envolvió,  y  no  pudieron  verse.
      Entonces,  no  encontrando  más  que  decir,  se  volvió  a  sus  propios  y  sombríos
      pensamientos. Pero a él, aunque exhausto y bajo una sombra de temor, aún le
      quedaban  fuerzas.  En  verdad,  las  lembas  tenían  una  virtud  sin  la  cual  hacía
      tiempo  se  habrían  acostado  a  morir.  Pero  no  saciaban  el  hambre,  y  por
      momentos  Sam  soñaba  despierto  con  comida,  y  suspiraba  por  el  pan  y  las
      viandas sencillas de la Comarca. Y sin embargo este pan del camino de los elfos
      tenía una potencia que se acrecentaba a medida que los viajeros dependían sólo
      de él para sobrevivir, y lo comían sin mezclarlo con otros alimentos. Nutría la
      voluntad, y daba fuerza y resistencia, permitiendo dominar los músculos y los
      miembros más allá de toda medida humana. Ahora, sin embargo, era menester
      tomar una determinación. Por aquel camino ya no podían continuar, pues llevaba
      al  este,  hacia  la  gran  Sombra,  mientras  que  la  montaña  se  erguía  ahora  a  la
      derecha, casi en línea recta al sur, y hacia allí tenían que ir. Pero ante ella se
      extendía una vasta región de tierra humeante, yerma, cubierta de cenizas.
        —¡Agua, agua! —murmuró Sam. Había evitado beber y ahora tenía la boca
      reseca y la lengua pastosa e hinchada; aun así les quedaba bien poca, tal vez una
      media botella, y para quién sabe cuántos días de marcha. Y se les habría agotado
      hacía  tiempo,  si  no  se  hubieran  atrevido  a  tomar  por  el  camino  de  los  orcos.
      Porque a lo largo del camino, a grandes intervalos, habían construido cisternas
      para  las  tropas  que  enviaban  con  urgencia  a  las  regiones  sin  agua.  En  una  de
      aquellas  cisternas  Sam  había  encontrado  un  fondo  de  agua,  enlodada  por  los
      orcos, pero suficiente en este caso desesperado. Sin embargo, de eso hacía ya un
      día entero. Y no tenía esperanzas de encontrar más.
        Al  fin,  abrumado  por  las  preocupaciones,  Sam  se  adormeció;  quizá  la
      mañana, cuando llegase, traería algo nuevo; por el momento no podía hacer más.
      Los sueños se le confundían con la vigilia en un duermevela desasosegado. Veía
      luces semejantes a ojos voraces y malévolos, y formas oscuras y rastreras, y
      oía  ruidos  como  de  bestias  salvajes  o  los  gritos  escalofriantes  de  criaturas
      torturadas;  y  cuando  se  despertaba  sobresaltado,  se  encontraba  en  un  mundo
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