Page 1050 - El Señor de los Anillos
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« ¡Ahí  lo  tienes!» ,  llegó  la  respuesta.  « Todo  es  completamente  inútil.  El
      mismo  lo  dijo.  Tú  eres  el  tonto,  tú  que  sigues  afanándote,  siempre  con
      esperanzas.  Hace  días  que  podías  haberte  echado  a  dormir  junto  a  él,  si  no
      estuvieras tan emperrado. De todos modos te espera la muerte, o algo peor aún.
      Tanto da que te acuestes ahora y te des por vencido. Nunca llegarás a la cima.»
        « Llegaré,  aunque  deje  todo  menos  los  huesos  por  el  camino.  Y  llevaré  al
      señor Frodo a cuestas, aunque me rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de
      discutir!»
        En aquel momento Sam sintió temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un
      rumor  prolongado,  profundo  y  remoto,  como  de  un  trueno  prisionero  en  las
      entrañas  de  la  tierra.  Una  llama  roja  centelleó  un  instante  por  debajo  de  las
      nubes, y se extinguió. También la montaña dormía intranquila.
      Llegó la última etapa del viaje al Orodruin, y fue un tormento mucho mayor que
      todo cuanto Sam se había creído capaz de soportar. Se sentía enfermo y tenía la
      garganta  tan  reseca  que  no  podía  tragar  un  solo  bocado.  La  oscuridad  no
      cambiaba, no sólo a causa de los humos de la montaña: una tormenta parecía a
      punto  de  estallar,  y  a  lo  lejos,  en  el  sudeste,  los  relámpagos  estriaban  el  cielo
      encapotado. Para colmo de males el aire estaba impregnado de vapores; respirar
      era  doloroso  y  difícil,  y  aturdidos  como  estaban,  tropezaban  y  caían  con
      frecuencia. Aun así, no cedían, y proseguían la penosa marcha.
        La montaña crecía y crecía, cada vez más cercana, tan cercana que cuando
      levantaban  las  pesadas  cabezas,  no  veían  otra  cosa  que  una  enorme  mole  de
      ceniza y escoria y roca calcinada, y en el centro un cono de flancos empinados
      que trepaba hasta las nubes. Antes que la luz crepuscular de todo aquel día se
      extinguiera  para  dar  paso  a  una  noche  real,  los  hobbits  habían  llegado
      arrastrándose y tropezando a la base misma de la montaña.
        Frodo jadeó y se dejó caer. Sam se sentó junto a él. Descubrió sorprendido
      que se sentía cansado pero ligero, y la cabeza parecía habérsele despejado. Ya
      no  le  turbaban  la  mente  nuevas  discusiones.  Conocía  todas  las  argucias  de  la
      desesperación, y no les prestaba oídos. Estaba decidido, y sólo la muerte podría
      detenerlo.  Ya  no  sentía  ni  el  deseo  ni  la  necesidad  de  dormir,  sino  la  de
      mantenerse alerta. Sabía que ahora todos los azares y peligros convergían hacia
      un  punto:  el  día  siguiente  sería  un  día  decisivo,  el  día  del  esfuerzo  final  o  del
      desastre, el último aliento.
        Pero  ¿cuándo  llegaría?  La  noche  parecía  interminable  e  intemporal;  los
      minutos morían uno tras otro para formar una hora que no traía ningún cambio.
      Sam se preguntó si aquello no sería el comienzo de una nueva oscuridad, si la luz
      del día no reaparecería nunca. Al fin buscó a tientas la mano de Frodo. Estaba
      fría y trémula. Frodo tiritaba.
        —Hice mal en abandonar mi manta —murmuró Sam. Y acostándose en el
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