Page 1053 - El Señor de los Anillos
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Frodo parecía haber sentido la llamada. Trató de ponerse de rodillas.
        —Me arrastraré, Sam —jadeó.
        Y así, palmo a palmo, como pequeños insectos grises, reptaron cuesta arriba.
      Cuando llegaron al sendero notaron que era ancho y que estaba pavimentado con
      cascajo y ceniza apisonada. Frodo gateó hasta él, y luego, como de mala gana,
      giró  con  lentitud  sobre  sí  mismo  para  mirar  al  Este.  Las  sombras  de  Sauron
      flotaban a lo lejos; pero desgarradas por una ráfaga de algún viento del mundo, o
      movidas quizá por una profunda desazón interior, las nubes envolventes ondularon
      y  se  abrieron  un  instante;  y  entonces  Frodo  vio,  negros,  más  negros  y  más
      tenebrosos que las vastas sombras de alrededor, los pináculos crueles y la corona
      de hierro de la torre más alta de Barad-dûr: espió un segundo apenas, pero fue
      como  si  desde  una  ventana  enorme  e  inconmensurablemente  alta  brotara  una
      llama roja, un puñal de fuego que apuntaba hacia el Norte: el parpadeo de un
      Ojo escrutador y penetrante; en seguida las sombras se replegaron y la terrible
      visión  desapareció.  El  Ojo  no  apuntaba  hacia  ellos:  tenía  la  mirada  fija  en  el
      norte,  donde  se  encontraban  acorralados  los  Capitanes  del  Oeste;  y  en  ellos
      concentraba ahora el Poder toda su malicia, mientras se preparaba a asestar el
      golpe  mortal;  pero  Frodo,  ante  aquella  visión  pavorosa,  cayó  como  herido
      mortalmente. La mano buscó a tientas la cadena alrededor del cuello.
        Sam se arrodilló junto a él. Débil, casi inaudible, escuchó la voz susurrante de
      Frodo:
        —¡Ayúdame, Sam! ¡Ayúdame! ¡Detenme la mano! Yo no puedo hacerlo.
        Sam le tomó las dos manos y juntándolas, palma contra palma, las besó; y las
      retuvo entre las suyas. De pronto, tuvo miedo. « ¡Nos han descubierto!» , se dijo
        « Todo ha terminado, o terminará muy pronto. Sam Gamyi, este es el fin del
      fin.»
        Levantó  de  nuevo  a  Frodo,  y  sosteniéndole  las  manos  apretadas  contra  su
      propio pecho, lo cargó una vez más, con las piernas colgantes. Luego inclinó la
      cabeza,  y  echó  a  andar  cuesta  arriba.  El  camino  no  era  tan  fácil  de  recorrer
      como le había parecido a primera vista. Por fortuna, los torrentes de fuego que la
      montaña había vomitado cuando Sam se encontraba en Cirith Ungol, se habían
      precipitado sobre todo a lo largo de las laderas meridional y occidental, y de este
      lado el camino no estaba obstruido, aunque sí desmoronado en muchos sitios, o
      atravesado por largas y profundas fisuras. Luego de trepar hacia el este durante
      un  trecho,  se  replegaba  sobre  sí  mismo  en  un  ángulo  cerrado,  y  continuaba
      avanzando hacia el oeste. Allí, en la curva, lo cortaba un risco de vieja piedra
      carcomida  por  la  intemperie,  vomitada  en  días  remotos  por  los  hornos  de  la
      montaña.  Jadeando  bajo  su  carga,  Sam  volvió  el  recodo;  y  en  el  momento
      mismo en que doblaba alcanzó a ver de soslayo algo que caía desde el risco, algo
      que parecía ser un pedacito de roca negra que se hubiera desprendido mientras él
      pasaba.
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