Page 1051 - El Señor de los Anillos
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suelo trató de abrigar y reconfortar a Frodo con los brazos y el cuerpo. Luego el
      sueño lo venció, y la débil luz del último día de la misión los encontró lado a lado.
      El  viento  había  cesado  el  día  anterior,  cuando  empezaba  a  soplar  del  oeste,  y
      ahora se levantaba otra vez, no ya desde el oeste sino del norte; la luz de un sol
      invisible se filtró en la sombra en que yacían los hobbits.
      —¡Fuerza  ahora!  ¡El  último  aliento!  —dijo  Sam  mientras  se  incorporaba  con
      dificultad.
        Se inclinó sobre Frodo y lo despertó. Frodo gimió, pero con un gran esfuerzo
      logró ponerse en pie; vaciló, y en seguida cayó de rodillas. Alzó los ojos a los
      flancos oscuros del Monte del Destino, y apoyándose sobre las manos empezó a
      arrastrarse.
        Sam, que lo observaba, lloró por dentro, pero ni una sola lágrima le asomó a
      los ojos secos y arrasados.
        —Dije que lo llevaría a cuestas aunque me rompiese el lomo —murmuró—
      ¡y lo haré!
        » ¡Venga, señor Frodo! —llamó—. No puedo llevarlo por usted, pero puedo
      llevarlo  a  usted  junto  con  él.  ¡Vamos,  querido  señor  Frodo!  Sam  lo  llevará  a
      babuchas. Usted le dice por dónde, y él irá.
        Frodo se le colgó a la espalda, echándole los brazos alrededor del cuello y
      apretando  firmemente  las  piernas;  y  Sam  se  enderezó,  tambaleándose;  y
      entonces notó sorprendido que la carga era ligera. Había temido que las fuerzas
      le alcanzaran a duras penas para alzar al amo, y que por añadidura tendrían que
      compartir el peso terrible y abrumador del Anillo maldito. Pero no fue así. O
      Frodo  estaba  consumido  por  los  largos  sufrimientos,  la  herida  del  puñal,  la
      mordedura  venenosa,  las  penas,  y  el  miedo  y  las  largas  caminatas  a  la
      intemperie,  o  él,  Sam,  era  capaz  aún  de  un  último  esfuerzo:  lo  cierto  es  que
      levantó  a  Frodo  con  la  misma  facilidad  con  que  llevaba  a  horcajadas  a  algún
      hobbit niño cuando retozaba en los prados o los henares de la Comarca. Respiró
      hondo y se puso en camino.
        Habían llegado al pie de la cara septentrional de la montaña, un poco hacia el
      oeste;  allí  los  largos  flancos  grises,  aunque  anfractuosos,  no  eran  escarpados.
      Frodo  no  hablaba  y  Sam  avanzó  como  pudo,  sin  otro  guía  que  la  resolución
      inquebrantable de trepar lo más alto posible antes que le flaquearan las fuerzas y
      la voluntad. Trepaba y trepaba, doblando el cuerpo hacia uno u otro lado para
      atenuar la subida, trastabillando con frecuencia, y ya al final arrastrándose como
      un caracol que lleva a cuestas una pesada carga. Cuando la voluntad se negó a
      obedecerle, y las piernas cedieron, se detuvo, y bajó con cuidado a su amo.
        Frodo abrió los ojos y aspiró una bocanada de aire. Aquí, lejos de los vapores
      que allá abajo flotaban a la deriva y se retorcían en espirales, respirar era mucho
      más fácil.
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