Page 1056 - El Señor de los Anillos
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—¡Frodo! ¡Mi amo! —llamó. No hubo respuesta. Sintiendo que el miedo le
      encogía el corazón, aguardó un momento, y luego se precipitó a la cavidad. Una
      sombra se escurrió detrás de él.
        Al principio no vio nada. Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba
      pálido y frío en la mano temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía
      ninguna  luz.  Sam  había  penetrado  en  el  corazón  del  reino  de  Sauron  y  en  las
      fraguas  de  su  antiguo  poderío,  el  más  omnipotente  de  la  Tierra  Media,  que
      subyugara  a  todos  los  otros  poderes.  Había  avanzado  unos  pasos  temerosos  e
      inciertos  en  la  oscuridad,  cuando  un  relámpago  rojo  saltó  de  improviso,  y  se
      estrelló contra el techo negro y abovedado. Sam vio entonces que se encontraba
      en  una  caverna  larga  o  en  una  galería  perforada  en  el  cono  humeante  de  la
      montaña. Un poco más adelante el pavimento y las dos paredes laterales estaban
      atravesados por una profunda fisura, y de ella brotaba el resplandor rojo, que de
      pronto  trepaba  en  una  súbita  llamarada,  de  pronto  se  extinguía  abajo,  en  la
      oscuridad;  desde  los  abismos  subía  un  rumor  y  una  conmoción,  como  de
      máquinas enormes que golpearan y trabajaran.
        La luz volvió a saltar, y allí, al borde del abismo de pie delante de la Grieta
      del Destino, vio a Frodo, negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil,
      como si fuera de piedra.
        —¡Amo! —gritó Sam.
        Entonces Frodo pareció despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida
      y potente que Sam no le conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del
      Monte del Destino, y retumbó en el techo y las paredes de la caverna.
        —He llegado —dijo—. Pero ahora he decidido no hacer lo que he venido a
      hacer.  No  lo  haré.  ¡El  Anillo  es  mío!  Y  de  pronto  se  lo  puso  en  el  dedo,  y
      desapareció de la vista de Sam. Sam abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar,
      porque en aquel instante ocurrieron muchas cosas.
        Algo le asestó un violento golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba
      y  caer  a  un  costado,  de  cabeza  contra  el  pavimento  de  piedra,  mientras  una
      forma  oscura  saltaba  por  encima  de  él.  Se  quedó  tendido  allí  un  momento,  y
      luego todo fue oscuridad.
        Y allá lejos, mientras Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta
      en los Sammath Naur, el corazón mismo del reino de Sauron, el Poder de Barad-
      dûr se estremecía, y la Torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y
      orgullosa. El Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo,
      capaz de penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la
      puerta que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada
      en un relámpago enceguecedor, y todos los ardides del enemigo quedaron por fin
      al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció
      como  un  inmenso  humo  negro,  sofocándolo.  Pues  conocía  ahora  qué  peligro
      mortal lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino.
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