Page 1054 - El Señor de los Anillos
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Sintió el golpe de un peso repentino, y cayó de bruces, lastimándose el dorso
      de las manos, que aún sujetaban las de Frodo. Entonces comprendió lo que había
      pasado, porque por encima de él, mientras yacía en el suelo, oyó una voz que
      odiaba.
        —¡Amo  malvado!  —siseó  la  voz—.  ¡Amo  malvado  que  nos  traiciona;
      traiciona  a  Sméagol,  gollum!  No  tiene  que  ir  en  esta  dirección.  No  tiene  que
      dañar el Tesoro. ¡Dáselo a Sméagol, dáselo a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!
        De  un  tirón  violento,  Sam  se  levantó  y  desenvainó  a  Dardo;  pero  no  pudo
      hacer nada. Gollum y Frodo estaban en el suelo, trabados en lucha. De bruces
      sobre  Frodo,  Gollum  manoteaba,  tratando  de  aferrar  la  cadena  y  el  Anillo.
      Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle por la fuerza el tesoro, era quizá
      lo único que podía avivar las ascuas moribundas en el corazón y en la voluntad de
      Frodo. Se debatía con una furia repentina que dejó atónito a Sam, y también a
      Gollum. Sin embargo, el desenlace habría sido quizá muy diferente, si Gollum
      hubiera  sido  la  criatura  de  antes;  pero  los  senderos  tormentosos  que  había
      transitado, solo, hambriento y sin agua, impulsado por una codicia devoradora y
      un  miedo  aterrador,  habían  dejado  en  él  huellas  lastimosas.  Estaba  flaco,
      consumido y macilento, todo piel y huesos. Una luz salvaje le ardía en los ojos
      pero ya la fuerza de los pies y las manos no respondía como antes a la malicia de
      la criatura. Frodo se desembarazó de él de un empujón, y se levantó temblando.
        —¡Al suelo, al suelo! —jadeó, mientras apretaba la mano contra el pecho
      para  aferrar  el  Anillo  bajo  el  justillo  de  cuero—.  ¡Al  suelo,  criatura  rastrera,
      apártate de mi camino! Tus días están contados. Ya no puedes traicionarme ni
      matarme.  Entonces,  como  le  sucediera  ya  una  vez  a  la  sombra  de  los  Emyn
      Muil, Sam vio de improviso con otros ojos a aquellos dos adversarios. Una figura
      acurrucada,  la  sombra  pálida  de  un  ser  viviente,  una  criatura  destruida  y
      derrotada, y poseída a la vez por una codicia y una furia monstruosa; y ante ella,
      severa, insensible ahora a la piedad, una figura vestida de blanco, que lucía en el
      pecho una rueda de fuego. Y del fuego brotó imperiosa una voz.
        —¡Vete,  no  me  atormentes  más!  ¡Si  me  vuelves  a  tocar,  también  tú  serás
      arrojado al Fuego del Destino!
        La forma acurrucada retrocedió; los ojos contraídos reflejaban terror, pero
      también un deseo insaciable.
        Entonces la visión se desvaneció, y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el
      pecho,  respirando  afanoso,  y  a  Gollum  de  rodillas  a  los  pies  de  su  amo,  las
      palmas abiertas apoyadas en el suelo.
        —¡Cuidado! —gritó Sam—. ¡Va a saltar! —Dio un paso adelante, blandiendo
      la  espada—.  ¡Pronto,  Señor!  —jadeó—.  ¡Siga  adelante!  ¡Adelante!  No  hay
      tiempo que perder. Yo me encargo de él. ¡Adelante!
        —Sí, tengo que seguir adelante —dijo Frodo—. ¡Adiós, Sam! Este es el fin.
      En el Monte del Destino se cumplirá el destino. ¡Adiós!
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