Page 1045 - El Señor de los Anillos
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bordeando las faldas de las montañas se perdió a lo lejos en un muro de sombra
      negra.  En  las  extensiones  chatas  y  grises  no  se  veían  señales  de  vida,  ni  de
      hombres  ni  de  orcos,  pues  el  Señor  Oscuro  casi  había  puesto  fin  a  los
      movimientos de tropas, y hasta en la fortaleza donde reinaba, buscaba el amparo
      de la noche, temeroso de los vientos del mundo que se habían vuelto contra él
      quitándole los velos, desazonado por la noticia de que espías temerarios habían
      logrado atravesar las defensas.
        Al  cabo  de  unas  pocas  millas  agotadoras,  los  hobbits  se  detuvieron.  Frodo
      parecía casi exhausto. Sam comprendió que de esa manera, a la rastra, o doblado
      en dos, o trastabillando en precipitada carrera, o internándose con lentitud en un
      camino desconocido, no podrían llegar mucho más lejos.
        —Yo volveré al camino mientras haya luz, señor Frodo —dijo—. ¡Probemos
      de nuevo la suerte! Casi nos falló la última vez, pero no del todo. Una caminata
      de algunas millas a buen paso, y luego un descanso.
        Se arriesgaba a un peligro mucho mayor de lo que imaginaba, pero Frodo,
      demasiado ocupado con el peso del fardo y la lucha que se libraba dentro de él,
      no pensó en discutir; además, se sentía tan desesperanzado que casi no valía la
      pena preocuparse. Treparon al terraplén y continuaron avanzando penosamente
      por el camino duro y cruel que conducía a la Torre Oscura. Pero la suerte los
      acompañó, y durante el resto de aquel día no se toparon con ningún ser viviente
      ni observaron movimiento alguno; y cuando cayó la noche desaparecieron de la
      vista, engullidos por las tinieblas de Mordor. Todo el país parecía recogido, como
      en  espera  de  una  tempestad:  pues  los  Capitanes  del  Oeste  habían  pasado  la
      Encrucijada e incendiado los campos ponzoñosos de Imlad Morgul.
        Así prosiguió el viaje sin esperanzas, mientras el Anillo se encaminaba al sur
      y los estandartes de los reyes cabalgaban rumbo al norte. Para los hobbits, cada
      jornada de marcha, cada milla era más ardua que la anterior, a medida que las
      fuerzas los abandonaban y se internaban en regiones más siniestras. Durante el
      día  no  encontraban  enemigos.  A  veces,  por  la  noche,  mientras  dormitaban
      acurrucados e inquietos en algún escondite a la vera del camino, oían clamores y
      el rumor de numerosos pies o el galope rápido de algún caballo espoleado con
      crueldad. Pero mucho peor que todos aquellos peligros era la amenaza cada vez
      más  inminente  que  se  cernía  sobre  ellos:  la  terrible  amenaza  del  Poder  que
      aguardaba, abismado en profundas cavilaciones y en una malicia insomne detrás
      del velo oscuro que ocultaba el Trono. Se acercaba, se acercaba cada vez más,
      negro y espectral, alzándose como un muro de tinieblas en el confín último del
      mundo.
        Llegó  por  fin  una  noche,  una  noche  terrible;  y  mientras  los  Capitanes  del
      Oeste se acercaban a los lindes de las tierras vivas, los dos viajeros llegaron a una
      hora de desesperación ciega. Hacía cuatro días que habían escapado de las filas
      de los orcos, pero el tiempo los perseguía como un sueño cada vez más oscuro.
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