Page 327 - El Señor de los Anillos
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—Lamento no haber seguido el consejo de Elrond —le murmuró Pippin a
Sam—. Al fin y al cabo sirvo de muy poco. No hay bastante en mí de la raza de
Bandobras el Toro Bramador: esos aullidos me hielan la sangre. No recuerdo
haberme sentido nunca tan desdichado.
—El corazón se me ha caído a los pies, señor Pippin —dijo Sam—. Pero
todavía no nos han devorado y tenemos aquí alguna gente fuerte. No sé qué le
estará reservado al viejo Gandalf, pero apostaría que no es la barriga de un lobo.
Para defenderse durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había
abrigado hasta entonces. Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles
retorcidos y alrededor un círculo incompleto de grandes piedras. Encendieron un
fuego en medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el
silencio los ocultaran a las manadas de lobos cazadores.
Se sentaron alrededor del fuego y aquellos que no estaban de guardia
cayeron en un sueño intranquilo. El pobre Bill, el poney, temblaba y transpiraba.
El aullido de los lobos se oía ahora todo alrededor, a veces cerca y a veces lejos.
En la oscuridad de la noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se
asomaban al borde de la loma. Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de
piedras. En una brecha del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los
miraba. De pronto estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán
incitando a la manada al asalto.
Gandalf se incorporó y dio un paso adelante, alzando la vara.
—¡Escucha, bestia de Sauron! —gritó—. Soy Gandalf. ¡Huye, si das algún
valor a tu horrible pellejo! Te secaré del hocico a la cola, si entras en este círculo.
El lobo gruñó y dio un gran salto hacia adelante. En ese momento se oyó un
chasquido seco. Legolas había soltado el arco. Un grito espantoso se alzó en la
noche y la sombra que saltaba cayó pesadamente al suelo; la flecha élfica le
había atravesado la garganta. Los ojos vigilantes se apagaron. Gandalf y Aragorn
se adelantaron unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido.
El silencio invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún
grito.
La noche terminaba y la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de
cuando en cuando entre las nubes que comenzaban a abrirse. Frodo despertó
bruscamente. De improviso, una tempestad de aullidos feroces y amenazadores
estalló alrededor del campamento. Una hueste de huargos se había acercado en
silencio y ahora atacaban desde todos los lados a la vez.
—¡Rápido, echad combustible al fuego! —gritó Gandalf a los hobbits—.
¡Desenvainad y poneos espalda contra espalda! A la luz de la leña nueva que se
inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban saltando en el