Page 474 - El Señor de los Anillos
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dieron media vuelta, y regresaron a la carrera. Pronto los tres compañeros se
      encontraron dentro de un anillo de jinetes que se movían en círculos, subiendo y
      bajando  por  la  falda  de  la  colina,  y  acercándose  cada  vez  más.  Aragorn
      esperaba  de  pie,  en  silencio,  y  los  otros  estaban  sentados  sin  moverse,
      preguntándose qué resultaría de todo esto.
        Sin una palabra o un grito, de súbito, los jinetes se detuvieron. Un muro de
      lanzas  apuntaba  hacia  los  extraños,  y  algunos  de  los  hombres  esgrimían  arcos
      tendidos,  con  las  flechas  en  las  cuerdas.  Luego  uno  de  ellos  se  adelantó,  un
      hombre alto, más alto que el resto; sobre el yelmo le flotaba como una cresta una
      cola de caballo blanca. El hombre avanzó hasta que la punta de la lanza tocó casi
      el pecho de Aragorn. Aragorn no se movió.
        —¿Quién eres y qué haces en esta tierra? dijo el jinete hablando en la Lengua
      Común  del  Oeste  y  con  una  entonación  y  de  una  manera  que  recordaba  a
      Boromir, Hombre de Gondor.
        —Me llaman Trancos dijo Aragorn. Vengo del Norte. Estoy cazando orcos.
        El jinete se apeó. Le dio la lanza a otro que se acercó a caballo y desmontó
      junto a él, sacó la espada y se quedó mirando de frente a Aragorn, atentamente
      y no sin asombro. Al fin habló de nuevo.
        —En un principio pensé que vosotros mismos erais orcos —dijo—, pero veo
      ahora que no es así. En verdad conocéis poco de orcos si esperáis cazarlos de esta
      manera. Eran rápidos y muy numerosos, e iban bien armados. Si los hubieseis
      alcanzado, los cazadores se habrían convertido pronto en presas. Pero hay algo
      raro  en  ti,  Trancos.  —Dos  ojos  claros  y  brillantes  se  clavaron  de  nuevo  en  el
      Montaraz—. No es nombre de hombres el que tú me dices. Y esas ropas vuestras
      también son raras. ¿Salisteis de la hierba? ¿Cómo escapasteis a nuestra vista? ¿Sois
      elfos?
        —No —dijo Aragorn—. Sólo uno de nosotros es un elfo, Legolas del Reino de
      los  Bosques  en  el  distante  Bosque  Negro.  Pero  pasamos  por  Lothlórien  y  nos
      acompañan los dones y favores de la Dama.
        El jinete los miró con renovado asombro, pero los ojos se le endurecieron.
        —¡Entonces  hay  una  Dama  en  el  Bosque  Dorado  como  dicen  las  viejas
      historias!  —exclamó—.  Pocos  escapan  a  las  redes  de  esa  mujer,  dicen.
      ¡Extraños días! Pero si ella os protege, entonces quizá seáis también echadores de
      redes y hechiceros. —Miró de pronto fríamente a Legolas y a Gimli—. ¿Por qué
      estáis tan callados? —preguntó.
        Gimli se incorporó y se plantó firmemente en el suelo, con los pies separados
      y una mano en el mango del hacha. Le brillaban los ojos oscuros, coléricos.
        —Dame tu nombre, señor de caballos, y te daré el mío y también algo más
      —dijo.
        —En  cuanto  a  eso  —dijo  el  jinete  observando  desde  arriba  al  enano—  el
      extraño tiene que darse a conocer primero. No obstante te diré que me llamo
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