Page 482 - El Señor de los Anillos
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—¡Adiós y que encuentres lo que buscas! —gritó Eomer—. Vuelve lo más
rápido que puedas, ¡y que juntas brillen entonces nuestras espadas!
—Vendré —dijo Aragorn.
—Y yo también vendré —dijo Gimli—. El asunto de la Dama Galadriel no
está todavía claro. Aún tengo que enseñarte el lenguaje de la cortesía.
—Ya veremos —dijo Eomer—. Se han visto tantas cosas extrañas que
aprender a alabar a una hermosa dama bajo los amables hachazos de un enano
no parecerá mucha maravilla. ¡Adiós!
Los caballos de Rohan se alejaron rápidamente. Cuando poco después Gimli
volvió la cabeza, la compañía de Eomer era ya una mancha pequeña y distante.
Aragorn no miró atrás: observaba las huellas mientras galopaban, con la cabeza
pegada al pescuezo de Hasufel. No había pasado mucho tiempo cuando llegaron
a los límites del Entaguas y allí encontraron el rastro de que había hablado Eomer
y que bajaba de las mesetas del Este.
Aragorn desmontó examinó suelo; enseguida, volviendo a montar de un salto,
cabalgó un tiempo hacia el este, manteniéndose a un lado y evitando pisar el
rastro. Luego se apeó otra vez y escudriñó el terreno adelante y atrás.
—Hay poco que descubrir —dijo al volver—. El rastro principal está todo
confundido con las huellas de los jinetes que venían de vuelta; de ida pasaron sin
duda más cerca del río. Pero el rastro que va hacia el este es reciente y claro. No
hay huellas de pies en la otra dirección, hacia el Anduin. Cabalgaremos ahora
más lentamente asegurándonos de que no haya rastros de otras huellas a los
lados. Los orcos tienen que haberse dado cuenta aquí de que los seguían; quizás
intentaron llevarse lejos a los cautivos antes que les diéramos alcance.
Mientras se adelantaban cabalgando, el día se nubló. Unas nubes grises y bajas
vinieron de la Meseta. Una niebla amortajó el sol. Las laderas arboladas de
Fangorn se elevaron, oscureciéndose a medida que el sol descendía. No vieron
signos de ninguna huella a la derecha o a la izquierda, pero de vez en cuando
encontraban el cadáver de un orco, que había caído en plena carrera y que ahora
yacía con unas flechas de penacho gris clavadas en la espalda o la garganta.
Al fin, cuando el sol declinaba, llegaron a los lindes del bosque y en un claro
que se abría entre los primeros árboles encontraron los restos de una gran
hoguera: las cenizas estaban todavía calientes y humeaban. Al lado había una
gran pila de cascos y cotas de malla, escudos hendidos y espadas rotas, arcos y
dardos y otros instrumentos de guerra y sobre la pila una gran cabeza empalada:
la insignia blanca podía verse aún en el casco destrozado. Más allá, no lejos del
río, que fluía saliendo del bosque, había un montículo. Lo habían levantado
recientemente: la tierra desnuda estaba recubierta de terrones con hierba y
alrededor habían clavado quince lanzas.