Page 730 - El Señor de los Anillos
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la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre
de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto,
aferrado aún desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el
cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los endrinos.
Ciega de cólera, la gran bestia se precipitó con un ruido de trueno a través del
agua y la espesura. Las flechas rebotaban y se quebraban contra el cuero triple
de los flancos. Los hombres de ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia
alcanzaba a muchos y los aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista,
siempre trompeteando y pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella,
Sam jamás lo supo: si había escapado para vagabundear durante un tiempo por
las regiones salvajes, hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo
profundo; o si había continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al
fin en el Río Grande y desaparecer debajo del agua.
Sam respiró profundamente.
—¡Era un olifante! —dijo—. ¡De modo que los olifantes existen y yo he visto
uno! ¡Qué vida! Pero nadie en la Tierra Media me lo creerá jamás. Bueno, si
esto ha terminado, me echaré un sueño.
—Duerme mientras puedas —le dijo Mablung—. Pero el Capitán volverá, si
no está herido; y partiremos en cuanto llegue. Pronto nos perseguirán, no bien las
nuevas del combate lleguen a oídos del enemigo, y eso no tardará.
—¡Partid en silencio! —dijo Sam—. No es necesario que perturbéis mi
sueño. He caminado la noche entera. Mablung se echó a reír.
—No creo que el Capitán te abandone aquí, maese Samsagaz —dijo—. Pero
ya lo verás tú mismo.