Page 729 - El Señor de los Anillos
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—¡Aquí vienen! —gritó Damrod—. ¡Mirad! Algunos de los sureños han
conseguido escapar de la emboscada y ahora huyen del camino. ¡Allá van!
Nuestros hombres los persiguen, con el Capitán Faramir a la cabeza.
Sam, dominado por la curiosidad, salió del escondite y se unió a los guardias.
Subió gateando un trecho y se ocultó en la fronda espesa de un laurel. Por un
momento alcanzó a ver unos hombres endrinos vestidos de rojo que corrían
cuesta abajo a cierta distancia, perseguidos por guerreros de ropaje verde que
saltaban tras ellos y los abatían en plena huida. Una espesa lluvia de flechas
surcaba el aire. De pronto, un hombre se precipitó justo por encima del borde de
la loma que les servía de reparo, y se hundió a través del frágil ramaje de los
arbustos, casi sobre ellos. Cayó de bruces en el helechal, a pocos pies de
distancia; unos penachos verdes le sobresalían del cuello por debajo de la gola de
oro. Tenía la túnica escarlata hecha jirones, la loriga de bronce rajada y
deformada, las trenzas negras recamadas de oro empapadas de sangre. La mano
morena aprisionaba aún la empuñadura de una espada rota.
Era la primera vez que Sam veía una batalla de hombres contra hombres y
no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al muerto. Se preguntó cómo se
llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería realmente malo de corazón, o
qué amenazas lo habrían arrastrado a esta larga marcha tan lejos de su tierra, y
si no hubiera preferido en verdad quedarse allí en paz… Todos esos pensamientos
le cruzaron por la mente y desaparecieron en menos de lo que dura un
relámpago. Pues en el preciso momento en que Mablung se adelantaba hacia el
cuerpo, estalló una nueva algarabía. Fuertes gritos y alaridos. En medio del
estrépito Sam oyó un mugido o una trompeta estridente. Y luego unos golpes y
rebotes sordos, como si unos grandes arietes batieran la tierra.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó Damrod a su compañero—. ¡Ojalá el Valar lo
desvíe! ¡Mûmak! ¡Mûmak!
Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam
vio una mole enorme que irrumpía por entre los árboles y se precipitaba como
una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una
casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá la
agrandaban a los ojos del hobbit, pero el Mûmak de Harad era en verdad una
bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos
tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una
sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta
hacia los aterrorizados espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y
pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las
orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente
lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como
cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de
púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre