Page 877 - El Señor de los Anillos
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Aragorn había traído antorchas, y ahora marchaba a la cabeza llevando una en
      alto; y Elladan iba con otra a la retaguardia, y Gimli, tropezando tras él, trataba
      de  darle  alcance.  No  veía  más  que  la  débil  luz  de  las  antorchas;  pero  si  la
      compañía  se  detenía  un  momento,  le  parecía  oír  alrededor  un  susurro,  un
      interminable murmullo de palabras extrañas en una lengua desconocida.
        Nada atacó a la compañía, ni le cerró el paso, y sin embargo el terror de
      Gimli no dejaba de crecer a medida que avanzaban: sobre todo porque sabía ya
      que  no  era  posible  retroceder;  todos  los  senderos  que  iban  dejando  atrás  eran
      invadidos al instante por un ejército invisible que los seguía en las tinieblas.
        Pasó así un tiempo interminable, hasta que de pronto vio un espectáculo que
      siempre  habría  de  recordar  con  horror.  Por  lo  que  alcanzaba  a  distinguir,  el
      camino era ancho, pero ahora la compañía acababa de llegar a un vasto espacio
      vacío, ya sin muros a uno y otro lado. El pavor lo abrumaba y a duras penas
      podía  caminar.  A  la  luz  de  la  antorcha  de  Aragorn,  algo  centelleó  a  cierta
      distancia, a la derecha. Aragorn ordenó un alto y se acercó a ver qué era.
        —¿Será posible que no sienta miedo? —murmuró el enano—. En cualquier
      otra caverna Gimli hijo de Glóin habría sido el primero en correr, atraído por el
      brillo del oro. ¡Pero no aquí! ¡Que siga donde está!
        Sin  embargo  se  aproximó,  y  vio  que  Aragorn  estaba  de  rodillas,  mientras
      Elladan  sostenía  en  alto  las  dos  antorchas.  Delante  yacía  el  esqueleto  de  un
      hombre  de  notable  estatura.  Había  estado  vestido  con  una  cota  de  malla,  y  el
      arnés se conservaba intacto; pues el aire de la caverna era seco como el polvo. El
      plaquín era de oro, y el cinturón de oro y granates, y también de oro el yelmo
      que le cubría el cráneo descarnado, de cara al suelo. Había caído cerca de la
      pared opuesta de la caverna, y delante de él se alzaba una puerta rocosa cerrada
      a cal y canto: los huesos de los dedos se aferraban aún a las fisuras. Una espada
      mellada  y  rota  yacía  junto  a  él,  como  si  en  un  último  y  desesperado  intento,
      hubiese querido atravesar la roca con el acero.
        Aragorn no lo tocó, pero luego de contemplarlo un momento en silencio, se
      levantó y suspiró.
        —Nunca hasta el fin del mundo llegarán aquí las flores del simbelmynë  —
      murmuró—.  Nueve  y  siete  túmulos  hay  ahora  cubiertos  de  hierba  verde,  y
      durante todos los largos años ha yacido ante la puerta que no pudo abrir. ¿A dónde
      conduce? ¿Por qué quiso entrar? ¡Nadie lo sabrá jamás!
        » ¡Pues mi misión no es ésta! —gritó, volviéndose con presteza y hablándole
      a la susurrante oscuridad—. ¡Guardad los secretos y tesoros acumulados en los
      Años Malditos! Sólo pedimos prontitud. ¡Dejadnos pasar, y luego seguidnos! ¡Os
      convoco ante la Piedra de Erech!
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