Page 938 - El Señor de los Anillos
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a levantar la cabeza.
        De improviso, en medio de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó
      oír la voz de Dernhelm; pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien
      que conocía.
        —¡Vete  de  aquí,  dwimmerlaik,  señor  de  la  carroña!  ¡Deja  en  paz  a  los
      muertos!
        Una voz glacial le respondió:
        —¡No  te  interpongas  entre  el  Nazgûl  y  su  presa!  No  es  tu  vida  lo  que
      arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo
      muy  lejos,  a  las  casas  de  los  lamentos,  más  allá  de  todas  las  tinieblas,  y  te
      devorarán la carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo sin
      Párpado.
        Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.
        —Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.
        —¡Impedírmelo!  ¿A  mí?  Estás  loco.  ¡Ningún  hombre  viviente  puede
      impedirme nada!
        Lo  que  Merry  oyó  entonces  no  podía  ser  más  insólito  para  esa  hora:  le
      pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero.
        —¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer.
      Soy Eowyn hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y
      pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro
      oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.
        La criatura alada respondió con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó
      en silencio, como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se
      atrevió  a  abrir  los  ojos:  las  tinieblas  que  le  oscurecían  la  vista  y  la  mente  se
      desvanecieron.  Y  allí,  a  pocos  pasos,  vio  a  la  gran  bestia,  rodeada  de  una
      profunda oscuridad; y montando en ella como una sombra de desesperación, al
      Señor de los Nazgûl. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su
      jinete, estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm.
      Pero  el  yelmo  que  ocultaba  el  secreto  de  Eowyn  había  caído,  y  los  cabellos
      sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos
      grises como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas.
      La mano esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda
      mirada del enemigo.
        Era Eowyn y también era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto
      en el Sagrario a la hora de la partida reapareció una vez más en la mente del
      hobbit: el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y
      sintió piedad, y asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en
      encenderse,  volvió  a  mostrarse  en  él.  Apretó  los  puños.  Tan  hermosa,  tan
      desesperada,  Eowyn  no  podía  morir.  En  todo  caso  no  iba  a  morir  a  solas,  sin
      ayuda.
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