Page 939 - El Señor de los Anillos
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El enemigo no lo miraba, pero Merry, no se atrevía a moverse temiendo que
      los ojos asesinos lo descubrieran. Lenta, muy lentamente, se arrastró a un lado;
      pero el Capitán Negro, movido por la duda y la malicia, sólo miraba a la mujer
      que tenía delante, y a Merry no le prestó más atención que a un gusano en el
      fango.
        De pronto, la bestia horripilante batió las alas, levantando un viento hediondo.
      Subió en el aire, y luego se precipitó sobre Eowyn, atacándola con el pico y las
      garras abiertas.
        Tampoco ahora se inmutó Eowyn: doncella de Rohan, descendiente de reyes,
      flexible  como  un  junco  pero  templada  como  el  acero,  hermosa  pero  terrible.
      Descargó  un  golpe  rápido,  hábil  y  mortal.  Y  cuando  la  espada  cortó  el  cuello
      extendido, la cabeza cayó como una piedra, y la mole del cuerpo se desplomó
      con  las  alas  abiertas.  Eowyn  dio  un  salto  atrás.  Pero  ya  la  sombra  se  había
      desvanecido. Un resplandor la envolvió y los cabellos le brillaron a la luz del sol
      naciente.
        El Jinete Negro emergió de la carroña, alto y amenazante. Con un grito de
      odio que traspasaba los tímpanos como un veneno, descargó la maza. El escudo
      se quebró en muchos pedazos, y Eowyn vaciló y cayó de rodillas: tenía el brazo
      roto.  El  Nazgûl  se  abalanzó  sobre  ella  como  una  nube;  los  ojos  le
      relampaguearon, y otra vez levantó la maza, dispuesto a matar.
        Pero de pronto se tambaleó también él, y con un alarido de dolor cayó de
      bruces, y la maza, desviada del blanco, fue a morder el polvo del terreno. Merry
      lo  había  herido  por  la  espalda.  Atravesando  el  manto  negro,  subiendo  por  el
      plaquín, la espada del hobbit se había clavado en el tendón detrás de la poderosa
      rodilla.
        —¡Eowyn! ¡Eowyn! —gritó Merry.
        Entonces Eowyn, trastabillando, había logrado ponerse de pie una vez más, y
      juntando fuerzas había hundido la espada entre la corona y el manto, cuando ya
      los grandes hombros se encorvaban sobre ella. La espada chisporroteó y voló por
      los aires hecha añicos. La corona rodó a lo lejos con un ruido de metal. Eowyn
      cayó  de  bruces  sobre  el  enemigo  derribado.  Mas  he  aquí  que  el  manto  y  el
      plaquín estaban vacíos. Ahora yacían en el suelo, despedazados y en un montón
      informe;  y  un  grito  se  elevó  por  el  aire  estremecido  y  se  transformó  en  un
      lamento  áspero,  y  pasó  con  el  viento,  una  voz  tenue  e  incorpórea  que  se
      extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del mundo.
      Y allí, de pie entre los caídos estaba Meriadoc el hobbit, parpadeando como un
      búho a la luz del día, cegado por las lágrimas; y a través de una bruma vio la
      hermosa cabeza de Eowyn, que yacía inmóvil; y miró el rostro del rey, caído en
      la plenitud de la gloria. Pues Crinblanca, en su agonía, había rodado alejándose
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