Page 7 - Al final del silencio
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Escuchar en silencio el silencio de Dios va de la mano
                 –como ya he dicho– con la experiencia de nuestra fragili-
                 dad, de la desnudez de nuestros vacíos interiores y de
                 nuestras debilidades lo que debería resultar penoso y te-
                 mible. Pero es todo lo contrario. Disfrutarás de paz, de una
                 verdadera reconciliación contigo mismo, de una tranquili-
                  Muestra gratuita
                 dad segura. El otro a quien reconoces presente en ti no es
                 un enemigo. Él no te borra, ni te humilla, ni te inflige nin-
                 guna prueba. Está ahí, solo para ti; también en paz.
                   Ante Él la vergüenza de tu desnudez no es amenazante
                 porque no está él menos desnudo ante ti que tú ante de
                 él, ni menos vulnerable, ni menos frágil.
                   Esto sigue siendo verdad, aunque seas creyente y reco-
                 nozcas a Dios como el Dios todopoderoso del catecismo.
                 Es cierto incluso aunque no sepas cómo nombrarlo. Él es
                 el único ante quien puedes estar verdaderamente desnu-
                 do, sin arriesgarte a perder algo. Él es el único ante quien el
                 pudor pierde su función natural de protegerte de la mira-
                 da del otro.
                   Este intercambio  de silencios puede ser expresado
                 como un intercambio de miradas, siempre que no agre-
                 gues las imágenes que te gustaría superponer. Podemos
                 decir que es un intercambio de miradas sin nada que ver.
                 Nos vemos, pues, reducidos a escuchar el silencio del otro,
                 a mirar su mirada sin ver nada, sin ninguna imagen. Como
                 siempre, las palabras no sirven para expresarlo. Es imposi-
                 ble hablar de este diálogo de silencios, de este intercambio
                 de miradas, sin romper las palabras.
                   El otro os ofrecerá la experiencia impalpable de su si-
                 lencio, lo que los cristianos llaman Dios, que se presenta
                 sin palabras y sin nombre. Por lo tanto, es un anónimo,
                 que no sabe imponerse, pero del que se puede adivinar el
                 carácter amistoso de su presencia. Si no puedes llamarlo

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