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LAS CORONAS DE LA INFANTA

       res, pues esto tenéis en algo en lo haber descubier-
       to; e pues que mi fija fué la causa dello, menester
       es que vos demande perdón.
        —Este yerro —dijo él— han hecho otros muchos,
       e nunca tanto sopieron de mí; así que, aunque de-
       llos fuese yo quejoso, lo suyo desta tan fermosa se-
      ñora tengo en merced  ; porque siendo ella tan alta e
      tan señalada en el mundo, quiso con tanto cuidado
       saber las cosas de un caballero andante como yo lo
      soy; mas a vos, señor, no perdonaré yo tan ligero,
      que según la luenga y secreta habla con ella antes
      hobistes, bien parece que no por su voluntad, mas
      por la vuestra, lo hizo.
        El Emperador se rió mucho e dijo:
        —En todo os   fizo Dios acabado; sabed que así
      es como  lo decís; por ende yo quiero corregir  lo
      suyo e lo mío.
        El de la Verde Espada fincó los hinojos por  le
      besar las manos, mas él no quiso, e dijo:
        —Señor,  esta emienda recibo yo para  la tomar
      cuando por  ventura más  sin  cuidado  della  esto-
      vierdes.                            i
        —Eso no podrá ser —dijo el Emperador— ; que
      vuestra memoria nunca de mí fallecerá ni la emien-
      da de la mía cuando la quisierdes.
        Breves días permaneció en la Corte del Empera-
      dor de Constantinopía, siempre obsequiado con mi-
      ríficas  fiestas,  al cabo de  las  cuales, a pesar de
      los grandes esfuerzos del Emperador para que  el
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