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LAS CORONAS DE LA INFANTA
hombre del mundo que mejor encobre aquello que
él quiere que sabido no sea; pero yo le veo llorar
e cuidar tan fieramente, que no parece en él haber
sentido alguno, e sospira con tan gran ansia como
si el corazón en el cuerpo se le quebrase. E cierta-
mente, señor, en cuanto yo cuido, es gran fuerza
de amor que le atormenta, teniendo soledad de
aquella que ama; que si otra dolencia fuese, ante
a mí que a otro ninguno soy cierto que se descu-
briría.
—Ciertamente —dijo el Emperador— , así lo cui-
do yo como lo decís, e si él ama a alguna mujer,
a Dios ploguiese que acertase ser en mi señorío,
que tanto haber y estado le daría yo, que no hay
rey ni príncipe que no hobiese placer de me dar
su hija para él.
Queriendo descubrir aquel secreto, el Emperador
llamó a la fermosa Leonorina, su hija, e a las dos
infantas que la aguardaban, e habló con ellas una
gran pieza muy afincadamente, mas por ninguno
era oído nada de lo que les decía. E Leonorina, ha-
biendo él ya acabado su habla, besóle las manos, e
fuese con las infantas a su cámara, y él quedó ha-
blando con sus hombres buenos.
Poco después volvió a entrar en el palacio aquella
fermosa Leonorina con el su gesto resplandeciente,
que todas las fermosuras desataba, e las infantas
con ella. Y ella traía en su cabeza una muy rica
corona, e otra muy más rica en las manos, e fuese
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