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LAS CORONAS DE LA INFANTA
sentado, hablando e riendo con las dueñas e don-
celias. E dijoles en voz a^lta, que todas lo oyeron:
—Honradas dueñas e doncellas, vedes aqui el Ca-
ballero de la Verde Espada, vuestro leal sirviente;
honralde e amalde, que asi lo hace él a todas vos-
otras cuantas sois en el mundo; que poniéndose a
muy grandes peligros por vos hacer alcanzar dere-
cho, muchas veces es llegado al punto de la muer-
te, según que del he oido a aquellos que sus gran-
des cosas saben.
El Emperador hizo levantar dos infantas, que
eran hijas del rey de Hungría, e dijoles:
—Id por mi hija Leonorina, e no vengan con
ella, sino vos ambas.
Ellas así lo ficieron, e a poco rato vinieron con
ella, trayéndola entre sí por los brazos, e como quie-
ra que ella viniese muy bien guarnida, todo pare-
cía nada ante lo natural de su gran fermosura, que
no había hombre en el mundo que la viese que se
no maravillase e no alegrase en la mirar. Ella era
niña, que no pasaba de nueve años, e llegando don-
de su madre la Emperatriz estaba, besóle las manos
con homil reverencia, e sentóse en el estrado más
bajo que ella estaba. El Caballero de la Verde Es-
pada la miraba muy de grado, maravillándose mu-
cho de su gran fermosura, que le parecía ser más
fermosa de las que él visto había por las partes
donde andado había, e membróse aquella hora de
la muy fermosa Oriana, su señora, que más que a sí
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