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lealtad de Kepler a sus principios siempre fue incondicional, eso
a pesar de que defendía una reconciliación de católicos, protes-
tantes y calvinistas, y eso, a pesar de que era considerado como
heterodoxo dentro del credo luterano. En cuanto a la compatibi-
lidad de su ciencia con los defensores de uno y otro bando, poco
hay que decir, puesto que tanto el papa como Lutero considera-
ban impío el copernicanismo. Pero no fue esta la razón de su
expulsión.
Así, Kepler fue expulsado de Graz. Esta no era su patria pero
sí la de su mujer, heredera de una pequeña fortuna y un buen
nombre, y donde él ya contaba con numerosas amistades y ad-
miradores. Kepler quedó en la calle. ¿Adónde ir? No estaba claro
que pudiera volver a Praga, puesto que las condiciones estable-
cidas eran que él trabajaría en la ciudad conservando su salario
de Graz, pero este era un salario que ya había perdido. Además,
no estaba seguro de poder someterse nuevamente a la autoridad
del danés .
. Pero Brahe le tendió una mano generosa: le pidió que volviera
a Praga y él se encargaría de que cobrara un salario suficiente.
Kepler procuró la ayuda de Mastlin para trabajar en la Universidad
de Tubinga o en otra universidad alemana. También Linz era otra
posibilidad, cerca de la ciudad de su esposa. Sin esperar a recibir
la respuesta a todas sus peticiones, emprendió su viaje a Praga.
Empezó a recorrer el meridiano que había de ser la línea en
la que Kepler desarrollaría su trabajo a lo largo de su vida, el me-
ridiano que pasaba, con cierta holgura, por Graz, Linz, Praga y
Zagan, de una ciudad a otra zarandeado por las severas imposi-
ciones religiosas. De Linz no tuvo respuesta. De Mastlin sí, pero
tardía y negativa, cuando estaba ya en Praga. Mastlin no había
encontrado nada para él.
Brahe y Kepler emprendieron entonces una felicísima cola-
boración. Esta vez se entendieron y se respetaron, incluso intima-
ron. A la generosidad de Brahe respondió Kepler con una gratitud,
una admiración y un reconocimiento que mantuvo toda su vida.
Brahe sentía próxima su muerte y sabía que solo a Kepler podía
encomendar la finalización de la obra de toda su vida: unas tablas
con una precisión sin precedentes en la historia que habrían de
52 EL ASTRÓNOMO