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Ese día salí de Sopó en la Flota Alianza y llegué a la Estación
Central del Ferrocarril en Bogotá, para tomar el Expreso del Sol a
Santa Marta.
Compré tiquete a la estación de Bosconia, iniciando un largo viaje
por los valles del Río Magdalena, hacia la Sierra Nevada de Santa
Marta.
Sentado en el vagón que cada rato chirriaba como si se fuera a
desencajar, pensé en las motivaciones del viaje, en mis trabajos
ambulantes, en mi mujer, en el arriendo y en mis hijos todavía
pequeños.
Recordé ese día lejano de mi infancia en Sopó, en tiempos del
coro parroquial, cuando el cura Rodríguez recibió de una
campesina de la vereda Mercenario, una estatuilla o figura
cerámica, que se había encontrado bajo las raíces de un árbol viejo
que estaba caído.
A los pocos días, por la tarde, los del coro acompañamos al
cura, que llevando puesta la capa, se dirigió al taller de Riverita, el
cantero que hizo los trabajos de piedra para la capilla.
En los pliegues de la capa llevaba envuelta la pequeña
estatua. Con sus blancas y delgadas manos colocó la figura sobre la
mesa y miró a Riverita que se quedó sin palabras.
El cantero respiró profundo, arqueó las cejas, y se acercó para
ver de cerca la imagen mitológica, su nariz prominente, sus
símbolos y extremidades.
Hombre con animales, miradas del pasado. En los hombros y
brazos luce ornamentos y pulseras. Por doquier lleva círculos con
centros que sobresalen.
La figura, dijo el sacerdote, es obra y arte de las gentes
pacíficas y laboriosas que habitaban estas tierras hasta que
llegaron las conquistas. Representa ante nuestros ojos un tiempo
en que hombres y animales vivieron la armonía de la creación.
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