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En las tardes, mi madre sopla la estufa y cocina papas saladas,
mientras mi padre, sentado en la banca de la cocina, reposa y bebe
guarapo. Entre charla y habla, hurgan la memoria y encuentran el
hilo de los tiempos rotos.
El tiempo aquel, en que Guascas del Santuario y Guatavitas de la
laguna se citaban para conocerse y encontrar pareja, saliendo
todos a correr la tierra, haciendo ofrendas a la naturaleza en los
adoratorios del páramo.
En corto tiempo decidí el viaje y busqué la Biblioteca del Museo
del Oro, donde tuve la oportunidad de conocer acerca de un país
maravilloso llamado Sierra Nevada de Santa Marta. Allí viven los
antiguos, los aborígenes, los que conservan el idioma Chibcha y
tienen por religión velar por el equilibrio de las fuerzas de la
naturaleza.
Esa civilización de alfareros y tejedores tuvo su epicentro en las
cabeceras de los ríos, que nacen en la Sierra y su historia cada vez
se conoce más gracias a investigaciones y descubrimientos.
También por las orfebrerías de oro que han cautivado al mundo y
que por su arte y valor se exhiben en los museos y hacen parte de
valiosas colecciones.
Organicé el viaje, fui al Parque de los Mártires y compré semillas en
Campo E. Tapia; también agujas y otros utilitarios. Puse a punto mi
casa, organicé asuntos, me despedí de los míos, me subí al tren y
ahora estoy caminando para donde me lleven mis nuevos
conocidos.
Sé que no voy a ver los “centenares de pueblos construidos en
terrazas con terraplenes de piedra, ni los desaparecidos centros
ceremoniales, ni los grandes mercados, comunicados entre sí por
caminos enlajados, escaleras de piedra e ingeniosos acueductos”.
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