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Ellos se miraron, me advirtieron sobre los peligros del viaje y
        les pareció grave que no conociera a nadie, que no supiera para
        donde iba y que nadie me estuviera esperando.
        Dijeron que eran detectives y que cuando venían en comisión a la
        Sierra, siempre andaban en piquetes, nunca solos porque la Sierra
        es grande y el que se pierde, no se vuelve a encontrar.

























               Dormí con inquietud, soñé con colibríes y al amanecer tercié
        el  morral,  cogí  mis  palomas  y  salí  al  mercado,  donde  acuden
        aborígenes y gentes de la vecindad.


                Encontré los antiguos rostros de piedra y monte que bajan
        con sus mulas cargadas de productos de la tierra tropical. Hombres
        de mirada franca entre sus negros y largos cabellos. Admiré que
        todos, hombres, mujeres y niños van limpios y vestidos totalmente
        de blanco.



               El mercado comienza a la madrugada y a él acuden diversas
        gentes con sus productos: compra y venta, regateo e intercambio.
        Los  aborígenes  no  manejan  dinero,  simplemente  cambian  sus
        cosechas por vasijas de plástico, algunas telas y unos pocos pesos.
        Las mujeres llevan siempre sus hijos a la espalda, y van adornadas
        con collares y chaquiras de distintos colores.


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